15 meses tardó un político argentino en comentar que en las elecciones de 2011, hubo fraude.
Roberto Lavagna declaró en este sentido, y uno siente que debe decirle "bienvenido a bordo, Roberto. Busque un lugar en las filas del fondo, que acá adelante tenemos todo ocupado por los que ya lo sabíamos".
La épica del modelo y el "vamos por todo" no necesita del fraude únicamente para ganar una elección. Tampoco para asegurarse la ausencia de un ballotage. Lo necesita, también, para mostrarse vigoroso y arrasador desde el inapelable porcentaje.
35 puntos por sobre el segundo muestran foto de partido único, de idea única, de voluntad popular única. Son la base de sustentación del discurso que oblitera al que piensa diferente porque no lo votó nadie.
Es la piedra basal del "armen un partido y ganen una elección", y el golpe permanente para que la oposición no pueda estructurarse, a causa de la falta de referentes que puedan poner caudal electoral arriba de la mesa.
Los lleva inevitablemente al rejunte para hacer número. Y entonces usted ve la foto del J. P. Morgan Prat, junto al ERP Tumini. Constituyen un oxímoron ideológico, pero pueden llegar a ir juntos.
Y el fraude es también la trampa esencial de la tiranía democrática: Votá tranquilo total los números los manejo yo.
La democracia orejeada, como las cartas
Hoy las cosas funcionan de otro modo y se vota desde las encuestas de los meses previos. Las tres últimas semanas antes de las elecciones son la verdadera elección.
En los países del eje bolivariano, la elección es como un combate de box en Las Vegas contra el campeón mundial. Si no le gana por nocaut, las tarjetas se la darán perdida o lo conformarán con el eventual reparto salomónico de puntos para declarar el mísero empate que lo deja a usted con el mérito, pero al campeón reteniendo su cetro.
Es tanto, lo que se juega en los comicios que un oficialismo épico no puede poner en juego su poder al arbitrio en algo tan nimio como una simple elección. Muchísimo menos puede poner en juego la chance de ir preso.
Cuando se llega a la elección, el número está puesto. Todas las encuestas de los meses previos dan clarísimo enfoque acerca de la voluntad popular, de modo tal que solo queda enmarcarla en una adjudicación de porcentajes convenientes, total la gente no protestará demasiado y los políticos derrotados nunca alzarán su voz por una causa perdida. En esto son todos cómplices, oficialistas y opositores, por interés u omisión.
En este mismo fundamento se apoyan quienes hoy aseguran que Cristina no tiene forma de conseguir reforma y reelección.
Están mirando la bronca popular que reflejan las encuestas. Miran la elección de senadores por Capital y están entendiendo, incluso, que el fraude no puede vulnerar tanto descontento popular. Desde allí pronostican.
La orientación del voto se va orejeando desde la encuesta, como con las cartas del truco, para saber si va a cantar envido.
Lavagna dice que en 2011 hubo mucho fraude electoral, y habla de "los niveles de fraude". Lo que está diciendo, sin aclararlo puntualmente, es que siempre hay fraude, pero debemos tratar de que no sea demasiado decisivo. Sincericidio.
Indra
No es Indra el problema, como muchos aseguran. Ellos no hacen el fraude, solamente lo legitiman.
Disponen de la suficiente carencia de integridad como para, en determinados países, jugar como se espera que jueguen.
No la contratan solamente porque tiene la posibilidad del recuento eficaz, sino porque tiene la tecnología necesaria para acomodar los números, y la imprescindible falta de transparencia como para aplicarla.
Indra es, al cabo, una empresa que contrata con el poder. Y a ese poder responde.
Muchos piden que se margine a Indra, y pregunto: ¿Para qué? No tiene caso cambiar al escribano cuando es toda la operación la que está sucia.
Ciudadano preservativo
En este contexto, se llega al entendimiento de que la voluntad popular se respeta solo medianamente, y siempre que aparezca un candidato no oficial capaz de canalizarla.
Cristina Kirchner ganó las elecciones 2011. Nunca nadie sabrá por cuántos puntos reales, pero ha ganado, más que nada, porque no hubo ningún candidato en condiciones de disputarle el match.
El sistema se apropia de las cajas, de los contratos, pone las reglas de juego y organiza toda la velada para que el acto comicial sea, apenas, el placebo que se le brinda al ciudadano, en su orgásmica participación bienal frente a las urnas.
Por eso no importa tanto si se empieza dos horas más tarde, o si se cierran los comicios con gente aún dentro de los sitios de votación.
Por eso el aparato minimiza, hasta hacer desaparecer las denuncias de irregularidades, y la indignación se va perdiendo ante el festejo del triunfador. Más tarde todo, invariablemente, se termina de abrochar con un oportuno y patriótico incendio. Un clásico argentino.
“Es el poder, estúpido”, hubiera dicho el amigo con derechos de Mónica, la del habano; es la democracia de estos extraños sitios, dice uno, desde la desagradable infalibilidad del escepticismo.
Sitios donde el ciudadano es lo mismo que el habitante y, hoy día, casi que el temporario morador. Por eso se votará a los 16, probablemente sin siquiera figurar en un padrón, por eso las camionetas que hacen los DNI parecen carros de heladero, recorriendo parques y esquinas populosas. Por eso se recibe con los brazos abiertos a tanto extranjero que viene sin trabajo ni morada.
El poder se decide a través de las encuestas que reflejan el humor social, y por eso es importante resistir desde ahí, desde la opinión, que es grito.
Desde nunca quedarse callado ante la chance de expresar el descontento. Especialmente cuando lo están gobernando en supuesta democracia personas que, de demócratas, no tienen absolutamente nada.
Fabián Ferrante
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