No pasa por ser necesariamente religioso. No se trata de ir a misa todos los domingos, ni siquiera se trata de observar al sacerdote como si fuera algo más que un hombre común.
Se trata de cuestiones demasiado superiores. La fe y la esperanza.
Jorge Bergoglio ha sido ungido Papa. Nos congratulamos de que haya sido argentino, y hay que entender, antes que nada, que desde la tarde del 13 de marzo ya no es más argentino ni es Bergoglio, porque devino en Francisco, el Santo Padre para más de 1.200 millones de hombres de fe católica, apostólica y romana en el mundo.
La batalla de la fe
Desde hace ya bastante tiempo, la fe del hombre viene siendo arteramente atacada, muy especialmente en nuestra región.
Lo hacen desde varios flancos. Desde la sistemática destrucción de la familia, pasando por la instalación de vivir el día y el momento sin pensar en el mañana, hasta los incontables autores de folletines de autoayuda que le explican a la gente que el eje del mundo se encuentra en su propio ombligo. Fomento del ego, para crear islitas individuales, muy sencillas de ser dominadas por cuatro vivos que laburen juntos.
Islas arreadas hacia donde las quieran arrear, mientras siguen convencidos de que no les hace falta el alma.
No es casual esta tarea que vienen desarrollando los muchachos del malévolo.
Un partido que estaban ganando por goleada, hay que decir.
Se ha fomentado el individualismo espiritual. Mil tipos mil religiones. O, lo que es lo mismo: ninguna.
Hay un combate de algunas décadas contra la Fe. No solamente contra la iglesia. Quizá no importe tanto la iglesia y, de seguro, no importan demasiado los hombres de la iglesia, de cualquier iglesia, culto o filosofía religiosa. Son hombres, al cabo.
En este punto hay que aclararles los tantos a muchos jóvenes, a los que les tocó venir al mundo en épocas de poca fe.
Este articulo no los estigmatiza a ustedes, muchachos, cuando llegaron ya se la habían llevado.
Y les habían instalado el racionalismo a ultranza, como si en la vida absolutamente todo pudiera ser explicado. Los engrupieron.
Es verdad que existen el hombre de ciencia y el hombre de fe, como Jack y Locke, en Lost, pero terminan invariablemente confluyendo porque, al cabo, los dos tienen un alma.
La realidad más destacable es, precisamente, que todos tenemos un alma, y nos rodean cosas que no podemos comprender, porque somos finitos, empezamos y terminamos.
Porque somos finitos nunca podremos racionalizar lo eterno. Porque somos tangibles, nunca podremos racionalizar lo abstracto. Es en el alma humana donde mora la fe.
El que cree, ocupa ese espacio del alma con la fe. El que no cree, lo ocupa con el ego, que le hace pensar que todo lo sabe y todo lo puede. Eso y ponerse en el lugar de Dios (o la deidad que se te ocurra) es, casi casi, la misma cosa.
Y si no la ocupa el ego, la ocupa cualquier astuto truhán que te fanatice detrás de sí.
Nótese hasta qué punto son manipulables las islitas que ayer, en Tecnópolis, ante un discurso de la ya absurda Presidenta de la Argentina, la concurrencia silbó al nuevo Papa. Algo impensado probablemente hasta en Irán. El paroxismo de la barbarie.
Fue la más cabal demostración de que el fanatismo y el descreimiento, si te saben manipular, pueden ponerte a milímetros de ser fácil presa del odio. O, por decirlo de otra forma, de afiliarte al partido del oscuro, el de ajoba.
La señal de Francisco
A la hora del primer análisis sobre el papado que comienza, no se puede dejar de pensar en pueblos como el de la Argentina y el de Venezuela.
Pueblos partidos premeditadamente al medio, donde una mitad odia desde el fanatismo, y la otra mitad anda por la vida sin ilusión y sin fe, como para evocar a Cadícamo.
Nos preguntamos qué pasaría con esos pueblos si, los desangelados, comenzaran a recuperar su fe y sus esperanzas. Y qué si los que nunca las tuvieron, las conocieran.
Escuchando a un Papa que te habla en tu mismo idioma, y festeja triunfos de San Lorenzo.
Si se dieran cuenta que se llega al absurdo del socialismo del siglo XXI, precisamente, a causa de habernos, antes, desarmado espiritualmente.
Desde nuestro punto de vista, un Papa latinoamericano resignifica la fe, en estas tierras ganadas por la barbarie, el ego, la ignorancia, el descreimiento, y la desesperanza.
Desde el Vaticano nos llega una señal que no es únicamente dirigida a los hombres de fe católica, sino a todo hombre de toda fe.
Si la sabemos aprovechar, casi que nos atrevemos a asegurar, que salimos del atolladero. Y que salimos de una vez y para siempre.
Dios (o la deidad en la que creas), así lo quiera.
Fabián Ferrante
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