Todo el orgullo que sentimos los argentinos con la designación del Cardenal Bergoglio como Papa, fue empañado, apenas, por la calumniosa campaña en su contra que tejieron sectores del kirchnerismo. No fue algo espontáneo, sino planeado y deliberado. Tanto es así que medios y periodistas de todo el mundo se hicieron eco de esta campaña, y muchos tuvieron luego que pedir disculpas.
El epicentro de la campaña fue nada menos que el propagandista de profesión, Horacio Verbitsky, quien parece haber olvidado sus elaboraciones conceptuales sobre periodismo y propaganda en estos tiempos. El hombre, ex terrorista de Montoneros, parece estar empeñado en una guerra a todo o nada, defendiendo el “modelo” con sentencias apresuradas y mentiras flagrantes.
Verbitsky no es un improvisado. Es un bastión fundamental del aparato propagandístico del gobierno nacional. Sus campañas son premeditadas y organizadas. Por eso sus secuaces, los más exaltados y rencorosos del kirchnerismo, como D’Elía o Hebe de Bonafini, son capaces de apurarse en hacer declaraciones grandilocuentes y fuera de lugar con tal de seguir sus lineamientos.
Más allá del exceso de propaganda del kirchnerismo y el despilfarro de recursos públicos, que de por si son condenables, la orientación negativa y el contenido difamatorio de este aparato mediático dejan traslucir la verdadera naturaleza antidemocrática del gobierno nacional. No se busca tanto mejorar la imagen de Cristina, sino empeorar la de sus competidores. No se persigue tanto la difusión de información favorable al gobierno, sino ensuciar la cancha y confundir hasta el punto de teñir todo el arco político y social de una lúgubre ilegitimidad que paraliza las conciencias y detiene el debate.
En este marco, la mentira no sólo es algo válido, sino que incluso pierde el costo que tendría para cualquier proceso político democrático normal. Se miente de manera deliberada, descarada y sistemática, porque no se piensa en el aporte al bien común, sino en la imposición por cualquier medio de un relato que sea favorable a las pretensiones del poder de turno. Claro que esta funcionalidad muchas veces paga y con creces los esfuerzos realizados.
En los países democráticos normales, donde hay división de poderes, se cumple la ley y la opinión pública es lo suficientemente informada y libre como para castigar la mentira, la campaña difamatoria contra el Papa sorprendió por lo burda y grosera. Sin lugar a dudas muchos periodistas del mundo no estaban capacitados para lidiar con los niveles de impunidad y desparpajo del kirchnerismo. El inefable Michael Moore tuvo que disculparse por Twitter y pedirle a sus seguidores que quiten de sus perfiles la falsa foto de Bergoglio dándole la comunión a Videla.
Como parte de esta campaña, Verbitsky tildó a Bergoglio de “populista”, intentando darles una connotación negativa (paradójicamente) a sus virtudes de humildad, austeridad y cercanía con la gente (cualidades que escasean escandalosamente en la líder populista por excelencia que él tanto se esfuerza por defender, lo que prueba que no son inherentes al populismo ni mucho menos). Sin embargo, su agudeza a la hora de tergiversar la realidad no alcanzó esta vez para penetrar la armadura de acero que parece proteger a Francisco, y probablemente le haya hecho más daño al gobierno que el que osó propinarle al flamante Papa.
Personalidades como Adolfo Pérez Esquivel y Graciela Fernández Mejide salieron inmediatamente a aclarar que no existía información alguna que vincule a Bergoglio con la dictadura. Es más, el episodio, además de sorprender y confundir al mundo, sirvió para sacar a relucir otro galardón que se le adjudica a Francisco: haber colaborado con perseguidos políticos durante la dictadura, arriesgando su propio pellejo, muy lejos de la actitud evasora y acomodaticia que adoptaron en aquel entonces, con todo derecho, Cristina y Néstor Kirchner.
Rafael Micheletti
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