Terminó el famoso “supermartes” de Estados Unidos, en que se llevan a cabo primarias en una docena de Estados en simultáneo. Como las encuestas anticipaban, Donald Trump consolidó su favoritismo entre los republicanos. Aunque todavía falta un largo trecho y restan algunos cómputos, alcanzó un total de 319 delegados de los 1237 que se necesitan para conseguir la nominación. Le siguen Ted Cruz con 226 y Marco Rubio con 110.
Esta situación no tiene precedentes en la historia de Estados Unidos, si es que entendemos que el polémico magnate no es un simple demagogo, sino un dirigente autoritario; es decir, un completo populista. Nunca un dirigente de este tipo estuvo tan cerca de alcanzar la presidencia en ese país. Y no sería una buena noticia para el mundo que la primera potencia mundial y la democracia líder pasara a inclinarse, aunque sea limitadamente por obra de sus instituciones, a favor del autoritarismo.
El precedente equiparable más cercano es el del sureño segregacionista George Wallace, cuatro veces gobernador de Alabama. Al fallar en reiteradas ocasiones en conseguir la nominación del Partido Demócrata, Wallace fundó su propio partido pero obtuvo en 1968 tan sólo el 13,5% de los votos. Antes, Huey Long, también demócrata sureño, estableció una especie de dictadura populista en Louisiana y fue asesinado en 1935, un mes después de anunciar su candidatura a presidente. Sin embargo, reconocía no tener verdaderas chances de ganar la nominación frente a Franklin D. Roosevelt, y su plan era publicitarse nacionalmente para luego postularse por fuera.
Hay que remontarse a la presidencia de Andrew Jackson de 1829 a 1837 para encontrar lo que algunos analistas identifican como la única administración nacional populista en la historia del país. Pero sus excesos no fueron más allá de cierto clientelismo y excesivo acaparamiento partidario de cargos, con lo cual se acerca más a la corrupción que al populismo propiamente dicho. No había un proyecto autoritario de fondo presentado engañosamente con una pantalla democrática.
Es importante entender esto: Trump no es conservador, ni republicano o liberal. Tiene propuestas estatistas y aislacionistas, y no demuestra respeto por las instituciones y la legalidad. No lo demostró durante su vida privada y tampoco lo hace en su nueva vida pública. Su ideología es el nacionalismo, o por lo menos ese es el formato de pensamiento al que echa mano para justificar sus ansias desmedidas de poder. Es decir, es de extrema derecha, sólo que utiliza las clásicas técnicas de adquisición de poder del populismo que, aunque sean antidemocráticas, pueden funcionar en el marco de una democracia: explotar los bajos instintos del electorado, sembrar la división social, identificar un chivo expiatorio como enemigo, deslegitimar y agredir a la prensa que critica, y presentar la prepotencia y el autoritarismo como necesarias muestras de carácter en tiempos de crisis o descontento social.
El polémico candidato ha expulsado a periodistas críticos de conferencias de prensa, se ha negado a participar en un debate porque lo conducía una mujer que le caía mal, ha prometido modificar la legislación para facilitar el enjuiciamiento de periodistas que se equivoquen en sus afirmaciones, se ha negado a repudiar el apoyo público de un ex jefe del Ku Klux Klan, ha prometido alianzas o elogiado personalmente a dictadores como Putin o Kim Jong Un, y ha hecho alarde de su agresividad y arrogancia en plena campaña en reiteradas ocasiones. Un estudio sociológico reciente que logró gran repercusión en el país del Norte, publicado por la revista Político, logró determinar, a través de una serie de preguntas sobre cómo educarían a sus hijos, un llamativo perfil netamente autoritario en la gran mayoría de los votantes de Trump.
Lo anterior nos lleva a pensar que lo que está cambiando en Estados Unidos, por lo menos parcialmente, es su fuerte cultura democrática, tradicionalmente más intensa en el Norte que en el Sur. Dicha cultura le vino de los primeros colonos puritanos, a quienes muchas veces se pinta como fanáticos pero en realidad eran conservadores morales llamativamente abiertos y avanzados en lo político. Organizaban sus iglesias democráticamente y, a partir de ahí, todo lo demás. Eran activos en los asuntos públicos y confiaban mucho en las instituciones políticas cercanas o locales, favoreciendo la descentralización, la subsidiariedad y las asambleas de vecinos o “town meetings”. A esto deben sumarse la herencia cultural del Estado de Derecho o “rule of law” inglés y la ausencia de privilegios de origen al fundarse la nación que destacó Tocqueville.
Es cierto que, si llegara a ser el candidato republicano, Trump la tendría muy difícil frente a la probable candidata demócrata, Hillary Clinton. También es verdad que, de ganar él la presidencia, las instituciones sociales, políticas y judiciales de Estados Unidos no permanecerían pasivas frente a lo que podría ser el primer gobierno de tendencia autoritaria en la historia del país. Todo esto es cierto, pero tan cierto como que nadie daba ni un centavo por Trump hace poco tiempo atrás, y como que todos los pronósticos sobre él fallaron porque nadie estaba viendo el silencioso y oculto cambio que estaba sucediendo en la cultura política de, aunque sea, una parte de la población.
Los errores que la dirigencia democrática estadounidense cometió con Trump fueron varios. Para empezar, cuando el magnate amenazó con fundar su propio partido, el Partido Republicano le rogó que se quedara. Estaban aplicándole el criterio lógico tradicional que ha funcionado hasta ahora en la democracia estadounidense: el partido que se divide pierde. Pero ahora la cúpula republicana se encuentra con que Trump está por adueñarse de la estructura, lo cual llevaría a dicha formación política a sucumbir al extremismo e ingresar, quizás, en una etapa de fuerte desprestigio. O no se dieron cuenta de que Trump era un extremista, o bien olvidaron que con el extremismo no se negocia. Francia obró mucho mejor en este sentido en relación con Le Pen. Claro que ayudada por su tradicional sistema de balotaje, que constituye un fuerte blindaje frente al extremismo. Esto porque los extremistas convencidos son siempre una minoría y, con pensamiento de bien común y cierta audacia, siempre es factible frenar su acceso al Estado.
Otro error de la dirigencia democrática estadounidense fue tardar en tomarse en serio a Trump. Deberían haberlo hecho desde el principio por el solo hecho de ser un extremista, sin importar la cantidad de votos que tuviera, lo cual no implica negar que a veces la mejor estrategia frente al autoritario pueda ser ignorarlo y aislarlo. El problema es que, y este fue otro error, una vez reconocido el problema, no hubo de parte de toda la dirigencia democrática una estrategia conjunta para neutralizar a Trump. Ni siquiera la hubo dentro del Partido Republicano, como parece empezar a haberla recién ahora.
Pero lo más importante es el problema de fondo, que, como dijimos, está dado por una cierta retracción de la tradicional cultura democrática de Estados Unidos. Paradójicamente, cuando el populismo está ingresando en una de las peores crisis de su historia en Latinoamérica (lo que nos está convirtiendo en expertos en populismo a fuerza de golpes), se encuentra en alza en las democracias más consolidadas y desarrolladas. Y las causas de esto son más profundas y difíciles de desentrañar.
Para empezar, un país tan grande y conectado como Estados Unidos no puede dejar de influir la cultura mundial en un contexto de globalización, pero tampoco puede evitar que la cultura mundial, hasta cierto punto, irradie sobre la suya. Si pudiéramos medir la cultura democrática del mundo y la de Estados Unidos, seguramente nos daríamos cuenta de dos cosas: de que la segunda es mucho más fuerte que la primera, y de que en las últimas décadas la del mundo mejoró y la de Estados Unidos disminuyó.
Es lógico que así sea. Es indudable que los países subdesarrollados lo son, no porque su gente sea menos capaz, sino porque no han podido todavía consolidar una cultura democrática que sostenga instituciones representativas, estables y eficientes que permitan el pleno desarrollo de su capacidad. No es el territorio sino la población lo que da vida a las instituciones y hace al desarrollo.
Pero lo anterior no explica toda esta realidad. El sistema electoral estadounidense es una segunda gran causa del problema. De hecho, desde 2010 parece diseñado para amplificar los efectos del descenso parcial de la cultura democrática. Pues a partir de una decisión dogmática de la Corte Suprema basada en la libertad de expresión, se habilitaron campañas no oficiales o paralelas durante el proceso electoral (los famosos “Super PACs”), fuera del control de los candidatos, de los partidos y del Estado, y sin ningún tope a los aportes monetarios de personas, empresas, sindicatos u otras corporaciones.
Esto hace que las campañas políticas en Estados Unidos hayan perdido transparencia y se hayan inclinado hacia el derroche de recursos, el efectismo y el sensacionalismo, lo cual desalienta la racionalidad y favorece a los extremistas. Además, y peor aún, se han quitado los incentivos para diversificar el financiamiento y buscar una mayor cantidad de pequeños aportes en vez de unos pocos aportes más cuantiosos. Esto último hace que se premien más los buenos contactos y los lobbies que la capacidad de convencer y de generar un alto nivel de confianza en una gran parte del electorado.
Lo anterior implica, por otra parte, que se ha quitado un filtro contra el extremismo. Antes, cuando los aportes a las campañas tenían un límite por persona, a un extremista no le alcanzaba con su propio bolsillo o el de unos pocos amigos pudientes para inundar los medios de comunicación con anuncios oportunistas, demagógicos y manipuladores. Debía convencer a muchas otras personas con alto conocimiento de la política antes de poder hacerlo. Hoy en día ese filtro ya no existe y un extremista como Trump debe cumplir un paso menos para competir. Peor aún, el nuevo sistema abre las puertas a la intervención encubierta de Estados autoritarios foráneos, como ha hecho Putin con otros países y bien podría estar haciéndolo en el caso de su aliado Trump.
La inmigración ilegal y anárquica también es un factor a tener en cuenta y que no se puede negar, más allá de ser mucho menos gravitante que los dos factores anteriores y de constituir, en realidad, un disparador coyuntural. Pues si el ritmo y la distribución geográfica de la inmigración no están bajo una regulación eficaz del Estado, y si los inmigrantes que llegan permanecen fuera de la ley, el resultado es un problema de obstrucción de la asimilación de los recién llegados a la cultura local, y un sentimiento de amenaza a su cultura de parte de los nativos, todo lo cual crea el caldo de cultivo para las ofertas políticas más irracionales y autoritarias.
Pero esto último no quiere decir que la solución pase por deportar a los once millones de inmigrantes ilegales, construir un muro demagógico o prohibirles a los musulmanes pisar suelo estadounidense, como propone Trump. En todo caso, como señalan las posturas más moderadas del Partido Republicano, cual la del hijo de exiliados cubanos Marco Rubio, debería invertirse en tecnología para controlar las fronteras de manera eficaz y, una vez logrado eso, enfocarse en integrar de la mejor manera posible a los inmigrantes ilegales que ya estuvieran en el país.
No se trata de ser fatalista ni ingenuo. La cuatri-centenaria cultura democrática estadounidense (si tomamos como punto de inicio la llegada del Mayflower en 1620) no va a desaparecer por más desafíos que se le presenten, pero tampoco recuperará su clásico vigor por arte de magia.
Algunos cambios positivos que podrían hacerse son: 1) generar conciencia y estrategia conjunta sobre la amenaza populista de parte de toda la dirigencia democrática; 2) aplicar el balotaje tanto a las primarias como a la elección general; 3) prohibir los aportes a campañas políticas de las corporaciones; 4) restaurar un tope máximo a los aportes de personas; y 5) lograr un control efectivo de las fronteras para permitir una inmigración legal y regulada.
Más allá de lo anterior, lo que debemos aprender los ciudadanos de todas las democracias del mundo es que el populismo siempre estará al acecho para promover engañosamente el autoritarismo cuando se presente la oportunidad, que la globalización puede presentar nuevos desafíos a nuestras democracias y que todo extremismo y autoritarismo de izquierda o de derecha es destructivo por mucho que pretenda camuflarse o disfrazarse de otra cosa.