Hace más de 20 años que ejerzo como periodista; sin embargo, durante casi toda mi vida lo he sido. Es que siempre supe que quería transitar los caminos de aquello que Gabriel García Márquez denominó como “el mejor oficio del mundo”.
El hombre de prensa se mueve por la “pulsión de la pasión”, valga la cacofonía. Su aprendizaje es permanente y las ganas de formarse no deben perecer jamás.
Es una de las dos condiciones que se necesitan para ser un buen reportero, la otra es la honestidad. Sepan que, sin pasión ni honestidad no se puede ser periodista.
Se trata de un trabajo que se remunera muy mal —en casi todos los países del mundo— y que siempre es pasible de ser corrompido, especialmente cuando se trabaja en el género periodístico de la investigación.
Por eso hay que centrarse en las cualidades referidas, para no caer en la tentación de la corruptela y para avanzar sin temor contra los poderosos molinos de viento.
Soy de los que creen que no sirven las escuelas de periodismo, porque no se trata de algo que pueda aprenderse en ningún libro. Lo sostengo aún cuando me tocó desempeñarme hace una década como docente en la mejor escuela para reporteros de Buenos Aires.
El hombre de prensa debe formarse en las redacciones y en las calles, sobre todo en las calles. No solo debe ser un gran observador de la realidad, sino también aquel que logre decodificarla de cara a la sociedad.
Es algo con lo que se nace, un don innato. Una pericia que es imposible aprender en ninguna universidad. ¿Cómo alguien podría incorporar la pasión o la honestidad dentro de cuatro paredes? ¿Qué libro podría enseñar semejantes cualidades?
Hoy en día, las redacciones están repletas de jóvenes que “escupen” como chorizos las facultades y que desconocen lo que es el periodismo. Mayormente son chicos que decidieron estudiar para reporteros porque les parecía “cool” o porque se maravillaron con alguna película sobre hechos heroicos relacionados a la prensa.
Pero nada es como en las películas, la realidad es bien distinta. El periodista no es un Sherlock Holmes que resuelve casos imposibles a diario. El 80% de su trabajo se desarrolla sentado detrás de un escritorio, ya sea analizando documentos, desgrabando entrevistas o escribiendo complicados artículos.
Ante lo dicho, el terreno de la tentación es fértil. Las prebendas están a la orden del día y los salarios bajos de los periodistas sirven como excusa perfecta para ceder sus propias conciencias.
Este estado de situación conspira contra la propia filosofía de la prensa, que nos recuerda que “la información no nos pertenece”, sino a la ciudadanía.
Ergo, cuando un periodista trafica con los datos que maneja, comete uno de los peores crímenes.
Es oportuno puntualizarlo en vísperas de este nuevo día del periodista, donde abundan las operaciones de prensa, los sobres bajo mesa y las canalladas de ocasión. Ciertamente, es uno de los peores momentos para la prensa argentina.
¿Dónde quedó aquello de la honestidad, de dar una información más allá de la persona a la que perjudique? ¿Quién fue el imbécil que inventó el “periodismo militante”, término que se contradice a sí mismo?
Aún hay chances de salvar las papas. Solo hay que barajar y dar de nuevo, de volver a los viejos manuales de periodismo. Entender, entre otras cosas, que la ética debe estar antes que todo lo demás.
Como dijo el gran maestro Ryszard Kapuscinski, a quien no me canso de citar, “para ejercer el periodismo, ante todo, hay que ser buenos seres humanos. Las malas personas no pueden ser buenos periodistas. Si se es una buena persona se puede intentar comprender a los demás, sus intenciones, su fe, sus intereses, sus dificultades, sus tragedias”.