“No basta con ser patriota, también hay que acertar”. Manuel Azaña.
La actual y, tal vez, transitoria tranquilidad de la economía y de la política me permiten hoy hablar de los problemas más graves y permanentes del país, en especial de uno al cual, de no encontrársele una solución a largo plazo, veremos crecer y complicar más aún nuestra evolución histórica como sociedad.
Me refiero tanto a la pobreza estructural, que ha castigado desde hace décadas a un enorme porcentaje de habitantes del Conurbano, cuanto a la complicación social y política derivada de la colosal concentración de esos marginados, y por eso fáciles presas del clientelismo más abyecto, alrededor de Buenos Aires, aunque afecta también a otras grandes ciudades, como Rosario o Mar del Plata.
Es cierto que la reciente y fortísima devaluación, y el consecuente incremento de la inflación, obligan al Gobierno a adoptar medidas coyunturales que permitan no sólo tranquilizar la inquietud social, expuesta en numerosos episodios de nuestro pasado, sino hasta garantizar la supervivencia de muchos niños y hasta de familias enteras; pero esas medidas, sobre todo los subsidios y los planes, deberían ser precisamente eso, remedios excepcionales para situaciones agudas, y no transformarse, como ha sido, en una terapia crónica, que sólo sirve para mantener en la miseria y la marginalidad a quienes los reciben, ya que éstos tampoco son obligados, en la práctica, a trabajar o a atender a la salud y a la educación de sus hijos.
Me parece que es hora de que una de las mejores funcionarias de las que dispone el Presidente Mauricio Macri –me refiero a Carolina Stanley, la excelente y comprometida Ministra de Salud y Desarrollo Social de la Nación- desdoble una vez más su gabinete de asesores. Quiero decir con ello que, además de ocuparse de las incumbencias sanitarias y de negociar con las organizaciones sociales los crecientes sistemas de apoyo nacional a quienes, de un modo u otro, se han caído del mapa económico, destaque un equipo a pensar, a mediano plazo, en mejorar el futuro, es decir, actuar simultáneamente sobre la reinserción laboral de los afectados y, a la vez, sobre la redistribución geográfica de los mismos, en un país casi desierto.
Porque resulta de todo punto de vista injusto, y hasta criminal, que se siga desperdiciando tal enorme cantidad de dinero, que se extrae sólo de las actividades productivas y de los confiscatorios impuestos que pagan los ciudadanos que tributan (castigando así al desarrollo de la economía, al empleo registrado y al consumo) y de la ANSES, perjudicando aún más a los ya tan empobrecidos jubilados, sin tocar ni un pelo de la estructura del gigantesco Estado. Mientras así se siga haciendo, el perro continuará mordiéndose la cola.
El gasto social, como está orientado actualmente, producto del diseño clientelar del peronismo, convierte a la Argentina en un país absolutamente inviable, en un mundo que se hartó de prestarnos divisas para que las dilapidáramos.
En primer término, resulta indispensable terminar con las llamadas “jubilaciones de privilegio”, de las que gozan tantos ex funcionarios y legisladores, ya que constituyen un factor innegablemente irritante para una sociedad que se ve obligada a apretarse mucho el cinturón y que ve recaer diariamente en la pobreza a muchos que habían conseguido salir de ella; éstos, como es natural, son víctimas de un resentimiento que puede transformarse en un peligrosísimo caldo de cultivo para cualquier aventura destituyente.
Para solucionar todos esos problemas, sugiero que, tan pronto superemos diciembre, un mes clave si los hay para esta situación, comencemos a construir un círculo virtuoso, destinando parte del gasto, hoy improductivo, y con la colaboración e interacción de capitales privados, a la construcción de viviendas sociales, escuelas y centros de salud en el interior del país, en especial en aquellos lugares donde la fuerte devaluación ha incrementado la posibilidad de exportar productos de todo tipo y en los cuales falta notoriamente mano de obra. Entonces, y sólo entonces, resultará posible exigir a los beneficiarios de esa mal entendida, y mal encarada, caridad el cumplimiento de los requisitos y contraprestaciones que la propia ley originalmente les imponía y que hoy han sido olvidados.
Las ventajas de las acciones de este tipo son tan claras que casi resulta superfluo enumerarlas: mejoramiento en la calidad de vida, crecimiento de la actividad industrial y agropecuaria, generación de empleo legal, solución del problema habitacional, reinserción laboral de los beneficiados, incremento del consumo, acceso al agua potable y las cloacas, elevación del nivel socio-económico, disminución en la conflictividad social, efectiva escolarización y control sanitario de los niños, reducción significativa en la dependencia del gasto público, etc.
Los mecanismos para llegar al principio de ese camino de beneficios ya existen (fideicomisos público-privados) y, además, los proyectos de este tipo son beneficiados por fondos internacionales que se encuentran a disposición, muchos de ellos podrían recibirse bajo la forma de verdaderas donaciones de los organismos multilaterales para el desarrollo, como BID, CAF, etc.
La radicación de familias en las provincias del interior del país, que sin duda serían atraídas por la posibilidad concreta de mejores ingresos, vivienda digna y un futuro mejor para sus hijos, permitiría descomprimir muchas de las actuales villas de emergencia, donde conviven una mayoría de pobres pero dignos ciudadanos con el delito y la droga de unos pocos. A cualquiera que dude de esta afirmación le planteo una simple comparación: cuántos son los concurrentes a las marchas y piquetes, que tanto complican la vida en nuestras ciudades, con los cientos de miles de habitantes de esos asentamientos que, supuestamente, padecen los mismos males y sufren idénticas carencias.
La Iglesia Católica, que ha decidido mezclar, sin ton ni son, las cosas de Dios con las del César (por ejemplo, cuando opina sobre los acuerdos con el FMI) debería contribuir eficazmente a difundir estas propuestas, salvo que sus intereses terrenales e ideológicos actuales pasen exclusivamente por potenciar la conflictividad social y desestabilizar al Gobierno, a través de sus distintos voceros, sean obispos o pseudo dirigentes sociales. Por lo demás, si actuara positivamente, con seguridad contaría con la tan importante y necesaria colaboración de los evangelistas y del resto de las comunidades religiosas de otros credos.
Esta nota puede sonar grandilocuente, pero la escribí con la sana aspiración de dejar a nuestros descendientes un país viable y confiable, absolutamente mejor que éste al cual, con tanto esfuerzo y dedicación, nos hemos dedicado a destruir hasta los cimientos. Confío en que así se entenderá.