En su recordado libro “Noticia de un secuestro”, Gabriel García Márquez señaló un hecho que, como suele suceder más de lo que se cree, de tan obvio pasa desapercibido.
El escritor colombiano aseguraba que cuando Pablo Escobar comenzó a incursionar en el negocio de la droga, pudo haber sido detenido por el vigilante de la esquina. Sin embargo, las fuerzas de seguridad y la justicia colombianas no hicieron lo que debieron hacer y cuando se decidieron a tomar el toro por las astas ya era demasiado tarde. Escobar se había transformado en uno de los narcotraficantes más grandes del planeta y su poder sobrepasaba al del propio estado nacional.
Más allá del escándalo y su repercusión en medios de todo el mundo, el atentado criminal que este sábado se cometió contra los jugadores y dirigentes de Boca Juniors que se trasladaban hacia el estadio de River Plate no deja de ser un episodio más dentro del frondoso historial de las barras bravas. Un historial que lleva décadas y que atraviesa clubes de todas las divisiones y jurisdicciones, al amparo de la complicidad o la desidia de dirigencias políticas, deportivas y de fuerzas de seguridad que, como en el caso de Escobar, dejaron crecer al monstruo hasta que alcanzó una dimensión incontrolable.
El repaso del “Mundo Barra Brava” puede ser tedioso por lo conocido y reiterado, pero deja en claro que los aprendices de brujo terminan siempre de la misma manera. Lo que pudo haber comenzado como el apoyo circunstancial a un grupo de lúmpenes necesario para ganar una elección (no está de más recordar que en la mayoría de los clubes argentinos hacen falta no más que unos centenares de votos para dar vuelta un resultado) se transformó en una alianza en la que los barras fueron ganando terreno paulatinamente, hasta convertirse en muchos casos en los dueños de las instalaciones, con todo lo que ello puede llegar a representar en un país dominado por la economía en negro.
Desde el elemental manejo del buffet hasta la digitación de pases y representantes de jugadores, pasando por el control del estacionamiento, merchandising y control de socios empadronados, los negocios son demasiado tentadores y hasta dieron origen a divisiones dentro de las mismas hinchadas. Hace tiempo que la exclusión del público visitante dejó de ser una solución, las disputas se desencadenan dentro de las mismas parcialidades, en un enfrentamiento en el que los negocios dejaron a los colores de la camiseta en un segundo plano. Hoy las barras bravas se “alquilan” para más de un club y algunas son lideradas por sujetos que ni siquiera son hinchas del equipo al que dicen representar.
El relato quedaría incompleto si se limitara la cadena de complicidades al ámbito de los clubes. Así como pueden ser útiles para ganarle la conducción de la entidad a una incómoda lista opositora, también lo pueden ser en el ámbito sindical, en una interna partidaria o el control de un municipio. Que la Argentina esté hoy presidida por alguien que proviene de un club de fútbol no debería sorprender si se prestase atención a que hace tiempo que gobernadores, intendentes y legisladores realizan el mismo recorrido, en un país donde los clubes “sociales y deportivos” ocupan en más de un caso el espacio que deja vacío el Estado en todas sus expresiones.
Más allá de las diferencias lógicas que marcan los tiempos, hay más de una coincidencia con el orden conservador nacido a fines del siglo XIX, en una sociedad que poco ha cambiado en cuanto a la forma de construir poder.
Y si hace un siglo o más el financiamiento subyacente de esos manejos provenía de la prostitución y el juego clandestino, hoy es el narcotráfico y el narcomenudeo el que aceita los engranajes de una maquinaria que, de tantos años de funcionar sin interrupciones, hace tiempo que impuso su autonomía. En ese contexto, las piedras arrojadas al micro de Boca son sólo una mancha más al tigre.
El monstruo es demasiado grande como para ensayar soluciones a las apuradas, pero en cualquier caso se vale de la existencia de un espectador pasivo. El hincha que concurre habitualmente a la cancha, el socio que paga rutinariamente su cuota, asiste a una representación sin posibilidad de intervención. Y cuando lo intenta, pone en riesgo su vida y la de su familia.
Pero quizás ese socio, ese hincha, tengan a mano una solución. Módica, silenciosa, pero solución al fin. ¿Por qué no “borrarse” del club y dejar de ir a la cancha? Hay más de un antecedente exitoso el mundo de asociaciones de consumidores que dejaron de comprar en determinado comercio por considerar que sus precios eran abusivos, de establecimientos religiosos o educativos que debieron desplazar a integrantes acusados de pedófilos o abusadores por el reclamo de los afectados, de comisarios que fueron trasladados por la protesta de los vecinos.
¿Qué impide que esa forma de protesta se traslade también a los clubes? Dejemos por un momento a un lado el cómodo argumento de la “idiosincrasia” por el cual supuestamente no se podría vivir sin concurrir todas las semanas (o cada quince días) a alentar al club de nuestros amores. Esa afirmación es fácilmente rebatible con solo confrontar las estadísticas de concurrencia a las canchas de hace décadas. O sea, no se trata más que de imitar lo que ya vienen haciendo decenas de miles de hinchas que pudieron sobrevivir sin ir a la cancha. Y si esa afirmación fuera cierta, no impide hacer el esfuerzo. Simplemente dejar de participar, que en definitiva es dejar de financiar al complejo entramado de barras bravas, políticos, sindicatos, fuerzas de seguridad y narcotraficantes.
En definitiva, como en todo crimen, se trata de seguir la ruta del dinero.