Axel Kicillof afirmó que “con la pérdida de empleo hay gente que se dedica a vender droga porque se quedó sin laburo”. Esta afirmación podría tener dos lecturas. Podrían ser palabras propias de alguien que desconoce cómo funciona el descomunal negocio del narco o, al contrario, podría ser la opinión de alguien que conoce el negocio por dentro e intenta hacerse el distraído.
En cualquier caso sería igualmente preocupante. De una sola cosa no hay duda; de que el candidato desconoce la problemática de la pobreza en profundidad. Ya lo había hecho cuando consideró que contar a los pobres era estigmatizarlos. Ahora no sólo los estigmatiza él, sino que, además, los criminaliza.
Como siempre digo, es bueno mirar al pasado para comprender el presente, así que hagamos un poco de historia.
En el año 1943 en nuestro país estaba vigente la ley 12331 que prohibía los prostíbulos. Sin embargo, esta normativa no consiguió disminuir el comercio sexual, sino, al contrario, proliferaron nuevos ámbitos clandestinos en los que se mezclaba la prostitución con otras actividades delictivas como el tráfico de drogas, según consta en varios archivos judiciales de la época.
A modo de ejemplos. En la calle Lavalle al 700, una francesa conocida como Nicolette regenteaba un prostíbulo y también vendía morfina y heroína. La esquina de Corrientes y Esmeralda era conocida como «Alaska», metafórica alusión al polvo níveo de la cocaína, que se vendía en varios de los burdeles clandestinos de la zona.
Un caso que consta en los archivos judiciales es el de seis ciudadanos chinos que formaban parte de una cadena de tráfico, venta y consumo de opio traído de contrabando en barcos orientales. La forma de operar de la banda consistía en forzar al consumo y provocar la adicción al opio de mujeres jóvenes para luego prostituirlas.
Cabe señalar que la morfina, la heroína y el opio son aún más adictivos que la cocaína. ¿Pero en qué momento las drogas pasaron de ser objeto de consumo socialmente tolerado a convertirse en sustancias prohibidas?
El consumo del opio estaba asociado a las costumbres chinas. Pero hasta el siglo 19, el opio y varios de sus derivados eran legales y estaba muy extendido en todo el mundo. Una enorme cantidad de productos, desde bebidas, infusiones, medicamentos, pócimas que se vendían en puestos callejeros, hasta caramelos que las madres daban a los chicos con perturbaciones del sueño contenían opio.
En las farmacias podían comprarse tranquilizantes a base de opio. Según las investigaciones del criminólogo alemán Sebastian Scheerer, cuando en 1898 Estados Unidos venció a España e invadió Cuba y Filipinas, los soldados estadounidenses, al relacionarse con las prostitutas filipinas, fumadoras de opio, no sólo mantenían sexo, sino que también compartían largas fumatas.
Entonces, las autoridades norteamericanas salieron a combatir el sexo y el opio como en los viejos tiempos, con la cruz y la espada. En 1903 el obispo Charles Henry Brent propuso un plan radical: para terminar con el opio de Filipinas había que acabar, primero, con el opio en el Lejano Oriente.
Una comisión de Inglaterra, Francia, Alemania, Holanda, y Estados Unidos se reunió para aunar políticas en esa dirección. Así, el nuevo tablero de la política mundial quedó trazado por las coordenadas de las rutas comerciales del opio.
A partir de ese momento, Estados Unidos inició una campaña de satanización: el mal estaba encarnado por China. En 1912 se celebró la Convención Internacional del Opio en La Haya y se resolvió crear una ley para reglamentar la producción del opio a nivel mundial. Sin embargo, las demás potencias no estaban muy contentas con la flamante ley.
Holanda manejaba el monopolio del opio en sus colonias e Inglaterra lo producía en la India. Alemania no mostraba oposición, siempre y cuando la dejaran controlar el negocio de la cocaína a través del laboratorio Merck, que aquí popularizó su producto con el término «merca».
De alguna forma Estados Unidos pudo controlar la producción del opio de Holanda e Inglaterra, contrapesándolo con la fabricación de cocaína alemana. Pero la Primera Guerra Mundial y la posterior derrota de Alemania rompieron este equilibrio al interrumpirse la producción de cocaína. La prédica de Estados Unidos se impuso y se limitó aún más la elaboración del opio.
Las razones de la evolución del narco hay que buscarlas siempre en sus relaciones con el poder, más que en la pobreza. La retórica de Kicillof sólo colabora con la estigmatización de los pobres, pero, sobre todo, colabora a construir la macabra mitología del capo narco visto como un benefactor social que da trabajo y derrama riqueza.
Es curioso: la opinión de Kicillof era la misma de un hombre que, igual que él, se llamaba a sí mismo progresista y de izquierda: Pablo Escobar, ideológica y estratégicamente tan cercano a los regímenes de Cuba y Nicaragua desde donde despachaban la cocaína al imperio, ese enemigo que comparten Maduro y Kicillof.