Una gripecita, como llama Jair Bolsonaro al coronavirus, no amenaza a la humanidad ni frena la economía global. De tratarse de algo pasajero, en Brasil no hubieran cavado fosas comunes para las víctimas ni la mayoría de los 27 gobernadores estaría en vilo frente al efecto devastador de la pandemia. La veta política de un gobierno de porte militar llevó al ministro de Exteriores, Ernesto Araújo, a tomar del libro Pandemic! COVID-19 shakes the world (¡Pandemia! COVID-19 sacude al mundo), del filósofo esvoleno Slavoj Žižek, una tesis alucinante. La de un plan de instaurar el comunismo “sin naciones ni libertad” y crear “un gran campo de concentración”.
Bolsonaro, como Donald Trump con su burrada de evaluar inyecciones de desinfectante, pastillas de detergente y rayos ultravioleta como paliativos, se supera a sí mismo. Cada día. En el camino perdió a su ministro estrella, el de Justicia, Sergio Moro, puntal como juez del caso Lava Jato, y se deshizo en un “divorcio consensuado” del ministro de Salud, Luiz Mandetta, médico, partidario de aplicar las medidas preventivas de la Organización Mundial de la Salud (OMS). La renuncia de Moro, bendecido por la popularidad, se debió a la destitución del jefe de la Policía Federal, al cual había recomendado para el cargo, y las diferencias sobre el sustituto.
Una injerencia de Bolsonaro que, al estilo de Luis XIV de Francia, El Rey Sol, con aquello de “el estado soy yo”, pide a los cuatro vientos la intervención del Congreso y de los tribunales frente al Cuartel General del Ejército con una prédica tan lapidaria como temeraria: “Soy la Constitución”. Otro acto masivo sin distancia social ni barbijos ni guantes ni alcohol en gel, como los que encabezó entre apretones de manos, selfies y abrazos, mientras se burlaba en forma irresponsable de las precauciones y, como Trump, apuntaba y disparaba a mansalva contra sus detractores y los periodistas.
Si Trump encuentra en el gobernador de Nueva York, Andrew Coumo, demócrata, al principal defensor del confinamiento, Bolsonaro se ve en las mismas con el de San Pablo, Joao Doria, antes aliado. A Doria, según Bolsonaro, “se le subió a la cabeza la posibilidad de ser presidente”. La negación de Bolsonaro, al igual que la de Trump, acentuada por el castigo a la OMS con el recorte de fondos, también dañó la relación con otro de sus ministros estrella, el de Economía, Paulo Guedes, ausente en el lanzamiento del plan de reactivación Pro-Brasil. Tampoco estuvieron los militares del Consejo de Ministros, reacios a los excesos del jefe.
El desdén de los gobiernos puede llevar a la gente a cometer la tontería de ufanarse del peligro. Bolsonaro, Trump y sus pares de México, Andrés Manuel López Obrador, y de Nicaragua, Daniel Ortega, minimizan los estragos. El primer ministro de Hungría, Viktor Orbán, aprovecha el desconcierto para ampliar sus poderes con una ley habilitante para gobernar por decreto por tiempo indefinido. El de India, Narendra Modi, fomenta el odio contra los musulmanes. El presidente de Filipinas, Rodrigo Duterte, ordenó ejecutar a quienes violen la cuarentena. Otros, en apariencia conciliadores, apelan al patrullaje de los ciudadanos en las redes sociales. Un disparate.
La gripecita no provocó en Brasil el aislamiento social, con un acatamiento dispar, sino el político. Abonado con una asombrosa visión de la globalización en el blog del canciller Araújo, Metapolítica 17: “El nuevo camino del comunismo», como llama a esta época, va de la mano del “alarmismo climático”. Una defensa ladina de la soberanía brasileña de la Amazonía, fuente imprescindible de oxígeno y colosal sumidero de dióxido de carbono del planeta devastada por los incendios y la deforestación en 2019. Una tragedia de dimensiones respaldada por la displicencia de Bolsonaro, similar a la que emplea con el coronavirus. Sordo a los cacerolazos.