De repente los instaladores de la división social y del odio de clases han empezado a utilizar ostensiblemente la palabra “odio” para referirse, justamente, a lo que hacen los demás.
Dejemos para dentro de un momento el desarrollo del comentario, para decir primero algo incontrastable que debería tornar esta discusión completamente estéril: quien ha instalado el concepto de “lucha de clases” (lo que conlleva, obviamente, la idea del odio de unas clases contra otras) ha sido la izquierda internacional desde la mismísima concepción clasista del marxismo que el gobierno kirchnerista y las fuerzas “progresistas” que lo componen reivindican.
Recordemos que el Partido Comunista integra formalmente el Frente de Todos y sus integrantes han ganado por la vía de la infiltración en el peronismo el acceso a numerosos puestos clave en la administración.
Si hay algo que es el comunismo es “táctico”: el comunismo es profundamente táctico.
Todo lo que hace, lo hace como fruto de un profundo estudio de las fuerzas en juego y aplica un grado de malicia astuta muy marcada en todas sus decisiones.
Digamos que si pusiera toda esa enjundia táctica y toda esa “inteligencia” (la malicia es una especie de forma indecente de la “inteligencia”) para el bien, sería imparable y probablemente generaría un bienestar insuperable.
Pero lamentablemente ha decidido dedicar esa energía a buscar el mal. Y por cierto que ha sido bien eficiente en eso.
Confundir es otro de los artes del comunismo. Mezclar todo en una mixtura indescifrable en donde nadie distingue nada, es otra de sus tácticas preferidas.
El otro día incrustó, por ejemplo, un móvil de un medio de comunicación a su servicio en plena manifestación opositora.
Pero no se conformó con eso: mandó a alguno de sus agentes (y esto lo documentan numerosos vídeos que se han conocido a partir de los sucesos ocurridos en el Obelisco el 9 de Julio) a empiojar la escena, siendo ellos los iniciadores de los incidentes.
La cuestión del odio ha sido identificada ahora como una carta fuerte de la cual el fascismo puede obtener una ventaja colateral.
Para quien esté atento a lo que sucede en el escenario no le resultará extraño ver cómo, de repente, y de modo sincronizado, todos los agentes orgánicos de la causa han comenzado a hablar del “odio”.
Desde personajes aparentemente secundarios -como en principio podría ser, por ejemplo, un periodista deportivo- hasta el mismísimo presidente de la nación han puesto al “odio” encima de la mesa, como si ellos no tuvieran nada que ver con el tema y como si el odio fuera una creación exclusiva de quienes no piensan como ellos.
Pero si uno hace un raconto rápido de las últimas décadas de la Argentina, no tardará en concluir que, antes de los Kirchner, el nivel de convivencia social era prácticamente ideal, sin sentimientos de enconos profundos entre los distintos sectores sociales.
Fue con la llegada del kirchnerismo que comenzó una división profunda en la sociedad ostensiblemente promovida y estimulada desde las esferas más altas del país y desde los dichos y crispaciones lanzadas desde las lenguas de fuego de los presidentes.
Esa verborragia biliosa bajó a personajes más secundarios, pero también más inimputables (como, por ejemplo, Luis D’Elia que salió por primera vez a decirle en la cara, en un medio público de comunicación, a otro argentino -en ese caso Fernando Peña- que lo odiaba por ser “blanco” y porque “tenía plata” y que odiaba a todos los de su “clase”) que se ocuparon de hacer de la transmisión del mensaje odioso, algo cotidiano.
Ahora el timón táctico del comunismo ha decido que es hora de pasar a la otra etapa (usando su famosa estrategia de confundir todo) y empezar a trasmitir la idea de que quienes odian son los demás.
Se trata de un camino sugestivamente parecido al que recorrió Venezuela que, de conocer el “odio de clases” instaurado por Chávez, pasó, con Maduro, a la sanción de una “ley contra el odio” (aprobada en 2017) por la que se limita el derecho a manifestarse, a expresarse libremente y a disentir, con la excusa de “limitar el odio”.
Es decir, el comunismo primero crea el problema, luego se lo endilga a otro y propone solucionarlo con una herramienta que es funcional a sus fines: una vez más esa forma indecente de la inteligencia que es la malicia.
El presidente ha dicho que hay que terminar con los “odiadores seriales”. El mismo discurso -calcado- de Maduro. Ellos generan el problema y luego se disfrazan con las ropas de aquellos que vienen a arreglarlo.
Los argentinos de bien deberían estar muy atentos a estas estrategias que, en el fondo, son burdas pero que aplicadas con dedicación frente a un océano de distraídos pueden producir los efectos que el fascismo busca.
Los que odian son ellos porque el conjunto de sandeces inútiles en las que creen promueve el odio como uno de los motores esenciales del “hombre nuevo”, del “hombre socialista”.
Tal como lo sentenció el Che: “[Me refiero al] odio como factor de lucha, al odio intransigente al enemigo, al odio que impulsa más allá de las limitaciones naturales del ser humano y que lo convierte en una eficaz, violenta, selectiva y fría máquina de matar… Nuestros hombres tienen que ser así: un pueblo sin odio no puede triunfar”.
Si quiere terminar con los “odiadores sériales”, Sr Fernández, empiece por los suyos: son ustedes los que tienen ese sentimiento entre sus creencias confesadas.
¿Le queda claro?