Diego Maradona no estaba dormido. Se quejaba pero no se entendía lo que decía, y estaba más inflado que de costumbre. Guillermo Cóppola, asustado, solo atinaría a llamar al médico de confianza que tienen en La Barra para casos de emergencia: el doctor Jorge Romeo, quien tardó menos de media hora en llegar.
El escenario que encontró era desolador: Maradona sentía palpitaciones, le faltaba el aire y tenía miedo.
El médico no necesitó hacer un control exhaustivo: "Hay que llevarlo urgente al hospital", ordenó. Lo metieron en la camioneta de Cóppola, quien tomó el volante. La versión que contarían después sería diferente, menos dramática: que al principio manejaba Maradona, que se sentía un poco mal pero no tanto, que incluso pararon a cargar nafta y llegaron al hospital a hacer un chequeo de rutina.
La verdad fue otra: Diego tenía la presión altísima y corría riesgo de perder la vida por lo cual había quedado internado en terapia intensiva.
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Los primeros días del año 2000 las tapas de los diarios se llenaron con la noticia de que Maradona se había descompuesto en tierra uruguaya.
El jugador había llegado al sanatorio Cantegril de Punta del Este a las 14.30 del martes 4 de enero recostado en el asiento trasero de su Grand Rover. Le faltaba el aire, transpiraba y tenía la cara más hinchada que nunca. La tensión le había subido y su ritmo cardíaco estaba descompensado. Lo cierto es que, si Cóppola no hubiera seguido la orden del médico de internarlo, Maradona podría haber muerto: el resultado de los análisis de sangre y orina no sólo mostraban rastros de cocaína en exceso, también detectaban una elocuente intoxicación producto de un cóctel de barbitúricos y sedantes.
Hoy en día, la verdad de lo sucedido ha quedado en la conciencia de sólo algunos íntimos: Claudia Maradona, Cóppola y Pablo Cosentino, quienes nunca se apartaron del código de silencio. Ellos sabían que si Maradona había consumido cocaína y alcohol en exceso durante los cuatros días previos a la internación, alguien se los había proveído y, lo cierto, es que ellos siempre han sospechado el nombre de ese alguien.
Duraron 14 horas los testimonios ante la policía uruguaya y ante la jueza letrada en lo Penal, Adriana de los Santos. Tanto Cóppola como Cosentino -y tres acompañantes habituales del entorno de Diego- relataron una versión ligth del verano en Punta del Este.
Cóppola fue el vocero de la historia oficial. Contó que Diego se sintió un poco descompuesto y que pidió ir a hacer una consulta médica. Que llegó al sanatorio manejando la 4x4. Luego modificó esta versión al decir que la había manejado hasta una estación de servicio -ofreció como testigo a un expendedor para que no quedaran dudas-. Aclaró que nunca se habían portado tan bien y que, salvo el 31 cuando festejaron fin de año en la casa de la modelo Andrea Burstein, no se habían movido de la casita que Cosentino había alquilado en 40 mil dólares. Una y otra vez les relató a los periodistas que el plan para Punta del Este era sol, pileta y fútbol.
Lo cierto es que en esos días habían salido dos vuelos. Uno, el 3505 de LAPA a las 21.15, en cuyo listado figuraba un nombre con apellido incompleto: Ezequiel Ferro Viera. Veinte minutos después había despegado un avión de Aerolíneas Argentinas en cuyo listado aparecía sólo el nombre Ferro. Demasiadas coincidencias con Carlos Ferro Viera, quien se acercó al “grupo” de Maradona después de conocer a Cóppola en la cárcel de Dolores, donde ambos compartían la prisión.
No es casual que haya sido –justamente- en el departamento de Ferro Viera donde Maradona se enteró de que le había dado positivo el control antidoping en agosto de 1997 cuando jugaba para Boca. Después de esa caída, Diego abandonó definitivamente el fútbol.
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