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De "rey de la efedrina" a "Unabomber": la historia oculta de las cartas bombas de Mario Segovia

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Por orden del juez federal Luis Armella, los guardiacárceles pusieron el martes a primera hora patas para arriba la celda de Mario Segovia en la cárcel de Ezeiza. Era solo un formalismo. En realidad, lo importante, sucedió a la misma hora en Fisherton, en las afueras de Rosario, donde policías federales (PFA) arrestaron a varios familiares por intentar armar cartas bombas. Eso ya se sabía: Encripdata lo publicó en exclusiva hace 391 días. Con los operativos en las casas de su hijo, hermano, cuñado y dos amigos, los uniformados secuestraron una ametralladora, municiones, un plano para armar una bomba casera y un manual de dudosa procedencia supuestamente de la CIA sobre explosivos.

 

Lo que los investigadores no contaron, acaso porque nunca pudieron terminar de descifrarlo, fue que Segovia usaba en 2016 un código más sofisticado incluso que el explosivo cuando hablaba desde el teléfono de la cárcel, tal vez uno de los más «pinchados» del país, para darles órdenes a miembros de su banda sin que el resto pudiera comprenderlo.

De un lado de la línea, Segovia pronunciaba de memoria dos números relativos a un libro. El primero era la página y el segundo la ubicación de una palabra. Del otro lado, su interlocutor, con un ejemplar en la mano, decodificaba el mensaje. Así una y otra vez. Los detectives nunca supieron qué tramaban porque no pudieron identificar el libro en cuestión.

Ni siquiera los espías de la Dirección de Contrainteligencia Agencia Federal de Inteligencia (AFI), que escuchaban todo y más, pudieron resolver el misterio.

Casualidad o no, en aquel 2016, el mal llamado «rey de la efedrina», porque otros narcos traficaron más kilos a México, había intentado armar cartas bombas. Así lo reveló Encripdata el 17 de junio de 2020: «Segovia le ordenó a un contacto paraguayo comprar por Internet explosivos a una empresa canadiense. Él debía entregárselos a una mujer que viajaría de Asunción a Buenos Aires. Ella debía pasárselos a un tercer cómplice en la terminal de micros de Retiro. Alguien armaría tres artefactos en forma de carta, sobre y libro. Alguien más, finalmente, se los daría en mano a Segovia en la cárcel».

Los investigadores paraguayos por suerte secuestraron el 12 de septiembre de 2016 la encomienda en el aeropuerto Silvio Pettirossi.

De inmediato, la jueza de Luque María Cecilia Ocampos Benedetti ordenó la captura internacional del funcionario formoseño Gustavo Salomón.

Alertado por aquellos, el juez federal Federico Villena abrió una investigación paralela el 14 de octubre de ese año en la Argentina, ordenó intervenir el teléfono desde el que hablaba Segovia y descubrió que Matías Agustín Segovia, hijo del narco, había hackeado el mail de Salomón para hacerse pasar por ese funcionario público: de otra manera, Securesearch Inc, la proveedora canadiense, nunca hubiera aceptado mandar un sombre bomba, un libro bomba y una carpeta bomba, a alguien que no perteneciera a un gobierno.

Todo eso se lo decomisaron en el aeropuerto de Asunción.

Pero nadie nunca supo contra quién quería atentar Segovia.

En aquel momento, una fuente recordó ante Encripdata que alguien había enviado en 2008 una bomba a quien llevaba adelante la «ruta de la efedrina». El explosivo lo dejó en la casa de la fiscal Marisa De Virgilio, pero estaba destinado al juez Federico Faggionatto Márquez.

Eso fue lo más cerca que estuvo la Argentina de tener su propio Theodore Kaczynski, el «Unabomber» estadounidense.

Segovia, su copia argentina, no se dio por aludido.

Siguió hablando por teléfono. Ya no era necesario mantener ese código casi indescrifrable. Pero esas escuchas telefónicas dejaron en evidencia, una vez más, que las cárceles, antes que lugares de reinserción social, son potenciadores de delincuentes: si en la calle no se conocían, adentro se hacían amigos. Encripdata pudo saber que Segovia se comunicaba, por caso, con el colombiano David Sarría Ortíz, de la operación Luis XV; Ignacio Actis Caporale, alias «Ojitos», traficante de Rosario como él; y José María Nuñez Carmona.

Al condenado por el caso Ciccone, le pedía consejos: «Al margen del quilombo que tuviste, ¿cómo estás para blanquear guita?».

– Tenemos que hacer plata.

– ¿Estás medio ducho en eso?

– Vamos a hacer 10, 15 palos cada uno para amortiguar las pérdidas y colgamos los guantes.

– ¿Podés multiplicar algo o no?

Mientras tanto, afuera de la cárcel, los detectives fueron detrás de otros miembros del clan: además del jefe y su hijo, «caminaron» al hermano Hernán Jesús Segovia, el cuñado Gonzalo Rodrigo Ortega y dos cómplices, Miguel Ángel Morel y Ezequiel Hernán Bergara.

Tras el secuestro de los explosivos en el 2016 en el aeropuerto de Paraguay y un expediente que pasó por los jueces Villena y Armella y los fiscales Sergio Mola y Diego Iglesias, por fin detuvieron a todos a tiempo: en la casa de Segovia estaban practicando cómo armar otra bomba. Para eso habían comprado cables eléctricos, un calibre de medición, una morsa de banco y una fuente de alimentación de 220 volts a 9 volts.

Creer o reventar, esas pruebas las encontraron los días previos al revisar la basura que tiraban en el tacho de la cuadra. El martes, entonces, tras cinco años de investigación, los policías federales arrestaron a los cómplices de Segovia antes de que fuera realmente demasiado tarde.

 

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