Quiso el destino que la fecha del 11 de septiembre coincidiera en dos actos tremendos de la historia internacional: el derrocamiento de Salvador Allende y el atentado a las Torres Gemelas.
Han pasado 20 años de este último y aún se escucha el eco de las voces de la intolerancia extrema.
Me sigue impresionando cómo las palabras se quedan cortas frente a la crudeza de la vida real. Y cómo las definiciones no llegan a contener el verdadero significado de los conceptos.
Escuche en estas dos décadas las idioteces más increíbles acerca de la justificación de la muerte.
Pude ver en los ojos de gente que conozco, el espejo del odio racial más injustificado que pueda existir. Algunos, culpando a los palestinos. Otros diciendo que la culpa es de los judíos, que ellos provocaron tal represalia.
En el medio de todo eso, solo sé que murieron más de 10.000 personas inocentes. Lo que es decir, gente que pasaba por ahí y planeaba pasar un día más de sus vidas, sin sobresaltos.
Lo que es decir, gente que no esperaba encontrar la muerte de manera tan absurda. Lo que es decir, gente.
Eso es lo que realmente importa. Lo demás importa tres carajos. Intereses, negocios, pactos secretos, armas, terrorismo, acuerdos de paz . son solo excusas para esquivar la verdadera discusión.
Lo importante es que esa gente ya no está. Gente que soñaba vaya uno a saber con qué y que vio sus sueños truncados por la locura de tres o cuatro hijos de puta.
Gente como nosotros. Sin diferencia alguna.
Lo peor de todo, es que algunos justifican lo sucedido, diciendo que “esas muertes servirán para entender que EEUU no debe meterse en temas de… bla, bla, bla”. Muchos aseguran que era algo necesario.
Eso tiene un solo nombre: idiotez.
Es patético ese vernáculo pensamiento billar, utilizado hasta el hartazgo por los imbéciles. Pensamiento que podría definirse así: “Hago ‘A’ porque en realidad quiero ‘X’ para llegar a ‘Z’. Voto a tal, pero no por él mismo sino para evitar que cual llegue al poder”. Patético.
Y mientras tanto nada justifica la muerte. Nada.
Un filósofo dijo alguna vez que “matar a una persona por defender un ideal no es defender un ideal, es matar una persona”. Duro pero cierto.
Y hay algo peor que matar a una persona: matarla dos veces. Cuando justificamos algunas de esas muertes, estamos haciendo eso mismo. Volvemos a matarlos.
Aprendamos de una buena vez. La lección es tremenda, pero inevitable.
Es hora de asimilar que el odio nunca es bueno. Y menos aun al extremo de no permitirnos descubrir que somos todos parte de lo mismo.
Parte de esa misma esencia que tantas veces criticamos en los demás.
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