Humo. Y gritos. Y gases lacrimógenos. Y balazos. Y policías. Y saqueos. Y destrozos. Y más gritos.
Y el fin de un ciclo. Que acaso ya no daba para más.
La eclosión de aquel día fue solo la postal de la acumulación de hartazgos. Que explotaron por la impericia de aquellos tipos que gobernaban el país... sin saber cómo se gobierna un país.
La ebullición era inevitable. Alimentada de erráticos megacanjes, y blindajes, y corralitos, y corralones, y otros desaciertos oficiales.
¿Cómo podía terminar todo aquello, sino de la manera que culminó? ¿Pensaban los que manejaban el Poder que lograrían correr los límites de la paciencia ciudadana? ¿Tan ingenuos eran estos tipos? ¿Y se animaron a gobernar un país como la Argentina?
Ahora mismo, a la distancia, aquellos días de 2001 parecen apenas un mal sueño. Lejano e irrepetible. Que siempre regresa en degradé.
Una historia que derivó en una consigna feroz y fulminante: “Que se vayan todos”. Repetida hasta el infinito. Con una convicción pocas veces vista.
Pero pasó el tiempo y no se fue nadie. Porque los mismos tipos siguen ahí, atornillados a los beneficios que regala la política en la Argentina.
La única renovación posible fue la llegada de los Kirchner. Un remedio que terminó siendo peor que la enfermedad. Porque, si bien los rostros eran nuevos, las ambiciones seguían siendo las mismas. Incluso más voraces.
Y es curioso, porque el tipo que los introdujo en el poder, Eduardo Duhalde, es el mismo que ayudó a caer a De la Rúa hace justo 20 años. Y es el mismo que ahora fustiga al kirchnerismo. Como si uno no tuviera la memoria suficiente como para recordar todo lo que pasó.
Pero la pregunta es otra: ¿Qué hemos aprendido desde aquellos días hasta ahora? ¿De qué sirvió todo lo que pasó, que dejó una marea de violencia que no careció de muertos?
La respuesta es inquietante, porque ciertamente no se ha aprendido nada de nada. De lo contrario, ¿estaría viviendo el país la zozobra que vive en estas horas?
Hay quienes tienen el descaro de comparar aquellas jornadas de 2001 con el derrotero de hoy de Alberto Fernández. Pero, ¿qué tan descarados son los que ven similitudes entre una y otra época?
Es incómodo solo de imaginarlo, porque nadie quiere que se repitan aquellos días. De sangre, sudor y lágrimas. Pero en la Argentina siempre todo es posible.
Aún cuando muchos juren que los indicadores son diferentes y que ahora sería imposible que ocurriera algo similar. ¿Qué tan seguros pueden estar los que dicen tal afirmación?
Por el bien de la República, lo mejor sería que nada truncara el gobierno de Alberto. Que su mandato llegara a 2023 y luego alguien más lo sucediera.
El real desafío es ese, saber quién será el líder que pueda gobernar esta locura dentro de dos años. En un país donde los líderes tienen siempre rostros adustos, pero los pies de barro.
Y en lugar de mirar los pies miramos las caras. Siempre. Y compramos esos gestos fingidos, de tipos a los que no se les cae una sola idea. Apenas sí alguna consigna, siempre vacía pero efectista. Así nos va después.
Por eso, el día que logremos terminar con esa perversa lógica no habrá ya lugar para temer un nuevo 2001.
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