Finalmente, Alberto Fernández se la creyó: el viaje a la Cumbre de las Américas le hizo autopercibirse como un gran estadista, solo por mostrarle una foto de su hijo recién nacido a un indiferente Joe Biden y, acto seguido, defender a los dictadores de siempre, Nicolás Maduro, Miguel Díaz Canel y Daniel Ortega.
Lo hizo en pleno foro de países americanos, donde propuso la disparatada idea de “organizar mundialmente la producción de alimentos”.
O sea… el mismo tipo que no logra resolver tópicos como la pobreza, el desempleo y la inflación en su propio país, se muestra como el propulsor de una posible solución a la desnutrición internacional. No hay remate.
Por si fueran pocos los desaciertos, Alberto firmó un convenio para venderle gas a Chile. ¿Nadie pudo recordarle al jefe de Estado que la Argentina importa ese mismo recurso para lograr satisfacer la demanda interna? ¿Cómo podría calificarse el hecho de vender lo que no se tiene?
Ciertamente, el presidente intenta mostrarse como lo que no es: un estadista internacional. Pero también busca otra cosa, reconciliarse con Cristina Kirchner. Ello explica su furioso ataque a los empresarios vernáculos, su encendida defensa a Venezuela, Nicaragua y Cuba, y su apoyo al proyecto para reformar la Corte Suprema, del cual renegaba hace apenas unos años.
La vicepresidenta observa con atención cada uno de los gestos del mandatario, pero ya no cree en él. La defraudó una vez y lo hará mil veces. Eso es al menos lo que sospecha. Les dice a sus íntimos que las intenciones de Alberto son otras: usarla para llegar a 2023 con algún tipo de respaldo político, a efectos de conseguir su propia reelección. Cristina jamás le dará su apoyo.
Las tertulias de la otrora presidenta transcurren en tediosas charlas con Sergio Uñac, mandatario de San Juan, a quien sí observa con buenos ojos. Elogia su gestión como gobernador y celebra las coincidencias discursivas entre ambos.
A su vez, destaca su cintura política, que le permitiría aunar a futuro los intereses del kirchnerismo y el peronismo tradicional. Se sabe que Uñac habla con todos, es un experto exponente del pragmatismo político.
No obstante, falta mucho para 2023 y ahora mismo Cristina está en otra sintonía: busca apagar los ecos del escándalo que generaron las declaraciones del ahora exministro Matías Kulfas sobre el presunto direccionamiento de la licitación del gasoducto Néstor Kirchner en favor de la firma Techint. Una trama nada descabellada cuando se recuerda que es la misma empresa que aparece complicada en los cuadernos de la corrupción.
Por suerte para la vicepresidenta, Kulfas desmintió sus propios dichos ante el juez Daniel Rafecas durante su declaración testimonial. No es tonto: si refrendaba sus sospechas hubiera sido acusado de encubrir un hecho de corrupción. Los funcionarios están obligados a denunciar toda irregularidad de la cual se enteren en cumplimiento de sus tareas.
A su vez, según explicó el exministro a sus pocos amigos, lo preocupó el hecho de que hubiera sido llamado a declarar con tanta premura, a menos de una semana de haber dejado su cargo. Se olió algo feo, y no se equivocó.
El combo de sospechas lo completa el propio Rafecas, siempre afecto a liberar de culpa y cargo a los funcionarios del kirchnerismo. Aún en expedientes que abundan en evidencia, como el de Fútbol para Todos. Aníbal Fernández le estará eternamente agradecido por ese favor.
Para terminar de “matar” la investigación del gasoducto Néstor Kirchner, el juez ha pergeñado una estrategia brillante: llamó a declarar a funcionarios del Enargas. No solo no tienen idea de cómo debe ser un caño para hacer un gasoducto, sino que jamás harían señalamiento alguno contra el propio gobierno. Aunque es autárquico, ese organismo depende del Estado.
¿No se le ocurrió a Rafecas consultar a expertos en construcción de gasoductos? Ellos sí podrían haber zanjado la discusión que generó la misiva de Kulfas, referida al grosor de los caños en cuestión.
Como se dijo, se trata de una estrategia pensada para sepultar la investigación por completo.
Si hay algo que no es Rafecas es improvisado, mucho menos tonto. Aunque sigue siendo el mismo de siempre: juez y parte.
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