El salvaje asesinato de Morena cometido ayer en Lanús cunado la chiquita de 11 años llegaba al colegio, inmediatamente desenpolvó varios hechos, que si bien habían tenido trascendencia en su momento, ayer recobraron una indignación generalizada.
Entre ellos el que más sobresalió fue la reedición de las imágenes de la diputada Natalia Zaracho (quien, sin siquiera tener el colegio primario completo, llegó al Congreso de la mano cartonera de Juan Grabois) defendiendo a uno de los sindicados por el crimen de Morena en un hecho anterior en donde este delincuente estaba siendo detenido por la policía.
Zaracho se presenta hoy nuevamente para renovar su mandato como diputada en el octavo lugar de la boleta de Unión por la Patria de la provincia de Buenos Aires, encabezada por Massa para presidente y Kicillof para gobernador. Fue puesta allí nuevamente por el armado de las listas en el que participó ese reservorio de delincuentes que gerencia Grabois.
Ese simple hecho hace pensar en la sutil diferencia que hay entre “votar” y “elegir”. Con total justificación la mayoría de los análisis socio-políticos que se proponen explicar el fracaso argentino terminan concluyendo en que, de modo directo o indirecto, hay un hilo que conecta las decisiones electorales de los argentinos con las consecuencias que, luego, ellos mismos sufren. Algo así como “así votas, así te va”. Repito: ese razonamiento está completamente justificado porque no es posible escindir de los resultados que un pueblo obtiene las decisiones políticamente soberanas que ese mismo pueblo toma.
Dicho esto, hay que decir también que hay muchas maneras de darle andamiento a la expresión popular. Es decir, el sistema concreto que se utilice para “conocer” cómo piensa la gente (si bien éste último también es un modismo que su buen daño ha causado porque “la gente” no piensa, las que piensan son las personas) pasa a ser trascendental a la hora de establecer cuánto de aquel “pensamiento” ha sido debidamente descifrado.
En ese sentido hay que decir que lo que Javier Milei ha definido como “la casta” ha hecho un extraordinario trabajo (en favor -obviamente- de ella misma) por el cual el sistema de votación que se pone a disposición de “la gente” les impide a esa misma gente elegir lo que tal vez quiera, limitándola, simplemente, a votar lo que la propia casta eligió previamente.
Yendo al caso concreto, quizás (no lo estoy asegurando tampoco, solo digo “quizás”) si la gente hubiera podido realmente elegir no habría elegido a Natalia Zaracho. Pero Natalia Zaracho había sido colocada por la casta en una lista armada y que la gente no puede modificar.
Cuando la gente vota a un candidato que sí quiere votar y que comparte la lista con alguien que la gente no quiere votar, el que la gente no quería votar resulta votado de todos modos. ¿La gente lo eligió? No. ¿La gente lo votó? Sí.
Es aquí en donde la teoría (que comparto y que yo mismo defiendo) de que los argentinos obtienen lo que son y lo que votan, entra en un estrecho cono de duda. Si tuviera que presumir lo que pasaría si el sistema permitiera elegir y no simplemente votar probablemente me inclinaría a pensar que no habría demasiado cambio. Pero la duda existe. ¿Qué habría pasado si los argentinos hubieran tenido la posibilidad de tachar a Natalia Zaracho de la lista? ¿La habrían tachado? Nadie lo sabe con certeza.
Lo que sí se sabe es que, tal como está armado, el vehículo construido por la casta para averiguar “cómo piensa la gente” no es apto para desentrañar esa incógnita. Sí es apto para darle una pátina de legitimidad democrática a personajes que fueron puestos en las listas de votación gracias a transas previas hechas por la casta y que sólo están vinculadas a intereses de la propia casta.
En ese inframundo de negociaciones secretas en donde juegan elementos insondables que muchas veces tienen que ver con la aptitud de las distintas facciones para demostrar capacidad de fuerza o incluso de violencia se juega gran parte de la “previa” de las elecciones.
Cuando ese trámite cuasimafioso se termina, lo que se le entrega a la gente es un producto terminado e inmodificable que crea la ilusión mental de una “elección” pero que en el fondo no es tal sino un ingenioso medio de hacer aparecer con los pergaminos de la democracia muchas veces a lúmpenes que no están capacitados ni para ejercer las funciones de una ama de casa pero que, por esta trampa metodológica, pasan, no solo a ganar millones en lo personal, sino a manejar millones del Tesoro Público que una sociedad ausente fondea con los impuestos que confiscan su trabajo.
Por eso sería de la mayor urgencia modificar la forma que tienen las votaciones para poner a disposición de la gente un nuevo mecanismo que, además de votar, les permita elegir.
Obviamente quienes tendrían que avanzar con ese cambio en las reglas del juego son los mismos que resultarían perjudicados por la modificación, con lo que, en principio, soy pesimista respecto de que se produzca.
La trenza política ha trabajado mucho para diseñar un sistema que al mismo tiempo cumpla con las formalidades democráticas que les permita decir “a mí me votó el pueblo” y que por el otro lado cumpla con el objetivo de que, quienes resultan electos, son los que ellos mismos habían elegido antes. La casta usa al pueblo de preservativo para embolsar un orgasmo propio.
Por eso vuelve a confirmarse la vieja teoría de que el pueblo debería invertir su razonamiento frente a quienes se presentan a pedir el voto: dárselo a quien, si llega a ser elegido, se desprendería de poder en lugar de acrecentarlo; y acompañar a quien sostiene las teorías que la demagogia peronista ha calificado históricamente como “anti-pueblo” porque son, justamente esas teorías, las que a lo largo y a lo ancho del planeta Tierra han elevado la condición de los pueblos a una vida digna, segura y confortable, siendo -al revés- las que se presentan para ayudarlo, las que lo han hundido en la miseria.