Sin dudas, la sociedad argentina viene buscando “un cambio” desde que se recuperó la democracia, pero en cada experiencia el cambio alcanzado en distintas épocas terminó en desilusión. En la última PASO una sociedad silente siguió una proa inesperada, la de Javier Milei, quien se impuso en 16 provincias argentinas por tratarse de una opción nueva, fresca, aunque imprevisible.
Ahora, el silencio se asentó en los refugios del oficialismo kirchnerista y de la principal oposición (Juntos por el Cambio), donde se mascullan los errores cometidos y las razones de sendas derrotas, en contraposición a la alegría irracional de sus candidatos electos por haber realizado una “gran elección”. Los guarismos de ambos fueron escuálidos en función de lo que se esperaba.
Vale repensar la idea de “cambio” que todos enarbolan y para comenzar es conveniente reflexionar sobre un concepto que todos los cambios requieren como principio: la confianza. Quien aspira a ofrecer “el cambio” antes debe analizar el grado de confianza de que goza en el seno de la sociedad.
El domingo pasado quedó claro que, en su conjunto, la sociedad argentina desconfía de los políticos, de la “vieja política”, esa que siempre está anunciado su defunción, pero se reproduce inexorablemente a causa del pensamiento y los manejos visiblemente burocráticos y anacrónicos que encarnan los aspirantes a la presidencia. Se refleja en los mismos rostros que aparecen, una y otra vez, en los mismos o en otros espacios, el disfraz es distinto, pero son los mismos, aunque al mismo tiempo resulte loable su persistencia y acumulación de experiencia.
“El cambio”. ¿Cuáles son los cambios que se prometen en un país donde la decadencia lo ha puesto en los peores lugares de los rankings internacionales? Es denigrante por donde se lo mire, pero no es recomendable hurgar en la historia para descubrir cuándo Argentina estuvo bien, lo que importa es el hoy, no hay nada que copiar porque los éxitos pasados no se acomodan al mundo presente.
Hoy, la preocupación es qué quiere ser y necesita el país para que 47 millones de habitantes se sientan parte de la evolución humana, y nunca más una nación que camina hacia atrás, que vive mirando hacia atrás, se queda en el camino y repite fórmulas trilladas y fracasadas. Es cierto que las deudas internas son innumerables, todo está pendiente de resolución, existe un desorden fenomenal; una lenta paralización productiva, industrial y comercial amenaza. Por suerte los argentinos supimos, al menos, preservar la democracia.
El cambio supone algo superior al mero hecho de poner en funcionamiento a la maquinaria interna, significa definir el rol que cumplirá en el actual reacomodamiento multilateral con una visión de futuro y en función de los movimientos geopolíticos que se suceden con gran velocidad. El punto es vital, porque de él dependen también la producción y el comercio exterior si el propósito del país es realmente crecer.
Otro cambio importante radica en la cuestión ideológica, cuya injerencia determina el o los caminos a seguir en el terreno internacional. Argentina se ha aislado en la última década y, además perjudicó sus vínculos con países vecinos a causa de una tendencia inconveniente para el amalgamiento en la región, además de fomentar -sin consulta al pueblo y sus representantes- lazos que requieren de una diplomacia menos ideologizada y más pragmática.
Juntos por el Cambio encapsuló por cuatro años la tendencia del actual oficialismo, luego de los cuales fue retomada y profundizada con la intención de zafar de los cánones de Occidente.
El futuro es incierto a esta altura de los acontecimientos, pero merece advertirse que la fuerza política triunfante, por escaso margen, se constituye probablemente en la introducción a la arena política de un populismo de derecha, inclinada a combinar las ideas liberales con temas populistas.
Se trata de una ideología política que tiende a dividir a las sociedades en dos entes homogéneos y antagonistas: el pueblo y las élites. Percibe a las elites políticas y al Estado como corruptos y burocráticos, apela a los individuos, se identifica como “antiestado” y es opositora a otras tendencias políticas. A veces llega a la segregación.
Por experiencias europeas respecto del populismo de derecha se desprende el riesgo de la constitución de una nueva grieta, de corte excluyente de determinados sectores de la sociedad, entre ellos los inmigrantes, pero a la vez debe preocupar la construcción de asociaciones reaccionarias, ultranacionalistas, y hasta de monstrificación de la justicia social, en algunos casos. En el plano social se destaca por su fuerte conservadurismo frente a derechos adquiridos por minorías.
Los planteos económicos del “anarcocapitalismo” suelen ser exacerbados, muy distantes de las posiciones de izquierda, descalifican los impuestos por considerarlos “rémoras de la esclavitud”, son negacionistas del cambio climático, o adhieren a los movimientos anticuarentena en ocasiones de pandemia, entre otras cosas.
Los partidos populistas de derecha nacieron en la década del 80, pero en la del 90 ya tuvieron presencia en las legislaturas de varias democracias, como en Australia, Brasil, Canadá, República Checa, Dinamarca, Francia, Alemania, Suecia, entre otros países. Formaron coaliciones de gobiernos los mismos países, además de Bélgica, Chile, Grecia, Italia, Países Bajos, Nueva Zelanda, Suiza, etc. Finalmente formaron gobiernos mayoritarios en India, Turquía, Hungría y Polonia.
Lo de Milei es incipiente, y se entiende su discurso medido -pero no tanto- orientado a proponer “libertad, carajo”. El 50% de los votantes del domingo eran personas menores de 40 años, especialmente jóvenes entre 20 y 30 años, de modo que su aceptación estuvo atravesada por un condicionante generacional, que interpretaron que la “libertad” suponía elegir sin necesidad de que alguien los incite respecto de lo que tenían que votar.
Sus votantes interpretaron “grosso modo” que la dolarización supone volver a la convertibilidad, al uno a uno, en su corta y mejor etapa de felicidad sin inflación, pero jamás se acordaron de la debacle final. Es probable que cuando él habló sobre el Estado nadie entendió que supone achicarlo al extremo; sí entendieron que bajar ministerios es ventajoso, pero no que se despedirán empleados por miles.
Lo más claro de Milei fue la impugnación a la política, porque todos estaban hartos de los políticos y los aparatos, incluyendo a los que no lo votaron. El uso de la palabra “casta” dio mejor resultado en Argentina que en España con el partido Podemos, que es de donde él la extrajo. También fue más novedosa su campaña exenta de construcción de agrupamientos en las provincias. Apeló a los “individuos” sueltos, “libres” de votar lo que quisieran. Ellos fueron los silenciosos, los que no dijeron ni a último momento, que iban a votarlo a él. Voto vergonzante. Sus actos de estrella de rock atrajeron a los más jóvenes, nuevos consultantes de los padres acerca de a quién votar (¿?)
Y algo que debería auscultarse: ¿en qué medida las redes influyeron para construir semejante afluencia de votantes? ¿Si los expertos fueron capaces de organizar la salida de Gran Bretaña de la Comunidad Europea a través del Brexit, de lo cual están extremadamente arrepentidos los mismos ingleses, porqué no creer que aquí se produjo la misma magia?
Milei no hizo una gran campaña, no recorrió todas las provincias, no tenía plata, estructura ni candidatos provinciales potables. Obviamente, el hartazgo de los políticos tradicionales contribuyó, pero muchos gobernadores retuvieron sus provincias y Juntos por el Cambio se llevó unas cuantas. El enigma por este lado no se resuelve.
Tal vez convenga dilucidar cual será la versión de Javier Milei como líder de extrema derecha en Argentina, a la luz de sus predecesores, a los cuales admira: Donald Trump (Estados Unidos), Jair Bolsonaro (Brasil), Vícktor Orbán (Hungría), entre otros.