Ayer nomás, se conoció un decreto de la Agencia Nacional de Discapacidad (ANDIS) publicado el 14 de enero en el Boletín Oficial, que establece que las personas con discapacidad intelectual serán categorizadas como “idiotas”, “imbéciles” o “débiles mentales”.
La medida generó un fuerte rechazo por parte de organizaciones del sector y especialistas, quienes la consideraron un retroceso en materia de derechos humanos y contraria a los acuerdos internacionales contra la discriminación.
En redes sociales se produjo una situación similar, con cientos y cientos de mensajes de repudio por la avanzada en cuestión.
Como era de esperar, los que salieron a defender lo indefendible son los usuales tuiteros mileístas, muchos de ellos con cuentas “trolls”.
Su justificación careció de la necesaria racionalidad y argumentación. Sólo hubo insultos contra quienes señalaron el error del gobierno y los usuales calificativos de “mandriles” y “kukas”. Jamás admitieron que el decreto de marras había sido un completo pifie.
Lo curioso es que, horas más tarde, el propio gobierno de Milei decidió rectificar la medida y eyerctar de su cargo al responsable de la Agencia Nacional de Discapacidad. O sea, admitió el error.
Lo antedicho expuso una verdad incómoda: los seguidores del presidente no se manejan como personas racionales, sino como una verdadera secta, que jamás cuestiona a su líder.
De más está decir que ello conspira contra los principios del republicanismo, que funciona como un sistema de contrapesos en busca de la transparencia en los actos de gobierno.
¿Qué hubiera ocurrido en tiempos de Carlos Menem o Cristina Kirchner si no se hubiera puesto la lupa sobre su gestión y sólo se lo hubiera ponderado con irracional fanatismo? Jamás se habrían conocido los graves hechos de corrupción que envolvieron sendas gestiones.
Todos los gobiernos, no importa la extracción ideológica que ostenten, deben ser pasibles a la crítica ciudadana y la indagación periodística. No es por el mal de nadie, sino por el bien de todos.