“El planeamiento de la operación se ordenó en enero, dentro del mayor secreto, sin conocerse con precisión la fecha a ponerse en ejecución. En esa reunión participaron Vaquero, Lombardi y Piessi. A diferencia de otros 'juegos operativos' (yo hablé de la “mesa de arena” y del ejercicio permanente de planificación de operaciones), les dije que tomaran todos los recaudos pues ésta sería una 'una operación que se llevaría a cabo'. Piessi me preguntó cuánto tiempo les daba para armar la operación. Yo respondí que calcularan la toma de Malvinas, para alrededor de julio”. Esto declaraba el recientemente extinto ex dictador Leopoldo Galtieri, a Juan Bautista Yofre en una entrevista para Clarín, el 29 de julio de 1982. El mismo vería la luz casi un año después, cuando se cumplía el primer aniversario de la recuperación argentina de las islas, el sábado 2 de abril de 1983. El otrora general majestuoso mimado y abandonado a su suerte por los EEUU, aparecía en el reportaje de marras de riguroso saco y corbata, y sin ningún vaso de whisky White Horse a la vista.
“Yo era el niño mimado de los norteamericanos. Me atendían con deferencia. Pero, ¿cuánto más hubiéramos tenido que esperar para negociar la soberanía en las Malvinas, otros 149 años?”, le preguntaba al cronista ese general que en una madrugada de abril tomó dos copas de más, y no se dio cuenta que luego de eso tenía del otro lado del ring a la OTAN en su contra.
Pero los militares argentinos, en su total falta de visión de la realidad, estaban convencidos que contaría con el apoyo incondicional de EEUU, por el solo hecho de limpiarles su patio trasero de subversivos antioccidentales. Y estos, muy vivos, se los habían hecho tragar con creces, según lo atestigua el propio el diputado laborista Tam Dalyell, en su libro Organización del Tratado del Atlántico Sur: "Interrogado Vernon Walters por los militares argentinos sobre que haría Gran Bretaña respondió que 'gruñiría, gritaría, protestaría y haría nada'". Este 'nene', teniente general estadounidense, ex jefe de la CIA y eximio diplomático itinerante estadounidense, sabía en demasía que los torpes militares rioplatenses se iban a tragar sin hesitar semejante anzuelo. Sin tener en cuenta tres cuestiones de peso: la primera, que en Gran Bretaña había retornado al poder el partido conservador, la segunda, que al frente del gobierno estaba una mujer que casi se creía la encarnación de la reina Victoria y la tercera, que en el mundo occidental hacía un año que se asistió a la construcción del tándem neoconservador entre el dúo Reagan-Thatcher. Y, precisamente, juntos serían dinamita.
Montado en una botella
“Personalmente, yo juzgaba escasamente posible una respuesta inglesa, y menos aún tan desproporcionada. No la esperaba nadie. ¿Cómo un país situado en el corazón de Europa debía afectarse tanto por unas islas tan lejanas y que no le sirven para ningún interés nacional?. Me parece que carece de sentido”, pontificó con los ojos vidriosos Galtieri, años después de ese viernes 2 de abril de 1982. Ese día legendario, bien erguido en el mítico balcón de la Rosada, un millón de personas vivaron inexplicablemente su decisión de desembarcar en las islas irredentas, pero lo abuchearon cada vez que aludía a su cargo presidencial de facto. Sin percatarlo siquiera, las puteadas y los gritos hostiles eran el principio del fin de la esquizofrenia argentina que 74 días después terminaría devorándolo.
Uno de los que escuchaba y vivaba en ese viernes eterno, no era otro que Carlos Menem, ex gobernador de La Rioja y ex preso político del Proceso. También había sido apaleado, gaseado y arrestado junto con sus pares Saúl Ubaldini y Lorenzo Miguel, en la represión del martes 30 de marzo. Ese día el régimen militar estaba sentenciado, el general majestuoso tomador de escocés veía desde la Rosada como hacía agua su proyecto de perpetuar su poder y la dictadura, y no tuvo mejor idea que adelantar la fecha para el desembarco.
Galtieri ignoró también las lecciones básicas de la historia, que indican cómo los británicos jamás abandonaron una colonia sin presentar pelea. Desde Egipto, pasando por Borneo, Pakistán, Afganistán, Israel y demás, siempre lucharon antes de retirarse por las buenas. Regaron esos suelos con un poco de su sangre, y luego recién se sentaron en la mesa de negociaciones. Lo que resulta ciertamente increíble es que ninguno de los otros dos comandantes, Jorge Anaya y Basilio Lami Dozo, como tampoco el canciller Nicanor Costa Méndez, le hayan advertido esto al etílico y confianzudo Galtieri.
“¿Fracaso?¿Conoce las palabras de la reina Victoria cuando le preguntaron lo mismo? ¿Fracaso?. La posibilidad no existe”, le respondió con una sonrisa sarcástica una ufana Margaret Thatcher al cronista el sábado 3 de abril, justo cuando la Task Force se aprestaba a partir proa al Atlántico Sur. Ciertamente, pues en ese momento la primera ministra conservadora se encontraba con un índice de popularidad bajo cero, y apostó a ganar desde el primer momento de la intromisión argentina. Los posteriores hechos le darían la razón, 74 días después cuando el lunes 14 de junio la Union Jack del Reino Unido reemplazaría nuevamente a la celeste y blanca.
De esta forma, el Proceso caería al abismo gracias a los deseos alcohólicos de perpetuidad de un general venido a menos, que no supo comprender la irreductible voluntad de una ministra conservadora, acostumbrada a gobernar con una voluntad de hierro. Por eso, en este nuevo aniversario, es conveniente apelar a la reflexión acertada de Fidel Castro, quien calificó a estos acontecimientos como una “perfecta lección para incautos”.
Honor a los caídos, hoy y siempre.