Vemos que para el creyente, tanto religioso como irreligioso pero cultivador de otras creencias, el problema de la muerte es solucionado de diversos modos. Ya sea con la idea de más vida en el otro mundo o la supervivencia del alma que se reencarna.
También “sabemos” que, según las diversas creencias, es el alma, lo que finalmente vale. La muerte es tan sólo para el cuerpo, cuya vida es un tránsito como piensan, por ejemplo, los “sabios” teósofos iluminados por la divinidad, según los cuales, multitud de almas están aguardando escondiditas en el cielo superior para descender velozmente y encarnarse una vez asentadas en los planetas, entre ellos nuestro querido (para muchos malquerido) globo terráqueo, para adquirir allí experiencias.
Algo así como lo aceptan los brahmánicos, según los cuales el avatar es el descenso de una divinidad a la tierra para encarnarse.
De estos diversos modos, el temor a la muerte queda atemperado.
Pero sólo atenuado, porque vemos que en ciertas circunstancias apremiantes, cuando el final se aproxima o ya es inminente, el sujeto creyente también experimenta pánico. Aunque sepa que hay otra vida, ello no impide que siga apegado a la existencia terrena y… se resista, tiemble, se aflija, como Cristo en el huerto (según la novela evangélica) que prevé lo que le espera en el suplicio de la cruz y suda gotas de sangre a sabiendas de que, según lo que está escrito proféticamente, una vez resucitado pasará a la gloria a la diestra del Dios Padre. Aquí en este guión teatral tenemos un símbolo. Algunos interpretan esto como la visión de todos los pecados del mundo, lo que afligió al Señor, mas otros se atienen a la narración textual que simboliza claramente el temor a la “penosa” transición hacia la “otra existencia.”
Pero no es esto sólo. Lejos de los dioses, entre las gentes suele asomar la duda. ¿Será cierto, después de todo, que más allá de la muerte ¡hay más vida!? ¿Quién lo puede asegurar en términos absolutos? Nadie retornó del “otro mundo” para contarlo, por más que canten los ilusionados y los tramposos.
Al menos así piensa la mayoría de la gente cuando le asalta la duda. Sólo lo creen al pie de la letra, los espiritistas y algunos que dicen haber estado fuera de su cuerpo para experimentar la liviandad del alma flotando en el aire y retornar a él, y los que cultivan las religiones orientales. Pero para muchos: ¿será cierto?, ¿quién lo ha visto? ¿Cómo se puede certificar, ya que estas cosas escapan a las experiencias científicas?
Los parapsicólogos con veleidades de científicos, por ejemplo, lo explican de otra manera: pseudocientíficamente. Nada de muertos que regresan de ultratumba. Es la mente del propio sujeto vivo la que crea los fantasmas mediante el fenómeno de la ectoplasmia.
La duda suele campear incluso en las mentes de los más convencidos. Pero de todos modos, con la esperanza cercana o remota de la supervivencia del alma, se vive con mayor tranquilidad.
Esto vale para los creyentes en múltiples dogmas, pero… ¿y los no creyentes como yo? ¿Qué queda para nosotros? ¡Y somos multitud, y cada vez hay más!
Según estimaciones, en la actualidad los agnósticos, ateos y arreligiosos, forman una masa de más de mil millones de habitantes del globo. (Véase: Historia de las religiones (Ed. Marín, Barcelona, 1972, volumen 3, pág. 221). (Con proyección al 2010 más de 1.200.000.000 habitantes).
No todos ellos descreen de la existencia del alma inmortal, es cierto, pero de todos modos el remanente puede ser una cifra considerable.
¿Qué piensa esta gente, entre la cual me incluyo?
Si cierro los ojos por un momento, me sumo como en una noche oscura. Si durante esta experiencia me abstraigo por unos instantes de todo pensamiento estando el entorno en silencio, esta situación puede ser comparable a mi muerte, “sentida” como una muerte instantánea, fingida. Lo otro, al final de mis días será mi muerte prolongada extendida hacia toda la eternidad. ¡La nada absoluta!
Es difícil realizar esta experiencia por un lapso prolongado, pero funciona por un tiempo breve.
Otra experiencia consiste en un sueño profundo sin ensoñaciones, de esos que siguen al cansancio, y que cuando uno despierta no sabe si es de madrugada, por la tarde o por la noche Es como si hubiese estado muerto.
Así debe ser la muerte para el no creyente. Pero no es que sea; esto es un decir, porque ya nada puede ser.
La muerte en este sentido ya no puede ser algo de ninguna manera porque equivale a la nada absoluta. Y ante la pregunta: ¿puede existir la nada? debemos responder que no, porque existe una contradicción, tal como lo señaló Aristóteles en su profunda filosofía. Luego así debe ser mi muerte, ¡ni siquiera algo! De modo que, los teósofos y otros soñadores se hallan garrafalmente equivocados.