Otra prueba de que todo el universo y sus acciones marchan a la deriva, son los defectos individuales de los seres vivientes.
No existe organismo alguno que no posea algún defecto.
O es el corazón el que presenta alguna anomalía grande o sutil, o son el hígado, el páncreas, los riñones… los órganos que no funcionan correctamente en términos absolutos.
Puede ser la piel excesivamente delicada propensa a enfermar, o una deficiencia inmunológica; una predisposición hacia la adquisición de cierta enfermedad degenerativa a cierta edad, o cualquier otro defecto evidente o solapado, lo cual hace que la supuesta obra de un creador tenido por perfecto ¡sea imperfecta!
¿Porqué un omnipotente ser perfecto iba a crear seres imperfectos?
“El hecho de que Dios no pueda hacer una cosa, no arguye falta de poder divino, sino imposibilidad absoluta o relativa de la cosa misma. No puede decirse que Dios no pueda hacerla, sino que la cosa no puede ser hecha” (Según Ángel González Álvarez: Tratado de metafísica- Teología natural; Madrid, Gredos, 1968, pág. 469). Muy pobre este argumento, ¿no es cierto señores lectores racionalistas?
Ya sabemos, y con creces, que este mundo no es el mejor posible, pero podría ser mejor, muchísimo mejor, hasta perfecto absoluto. ¿No se ha desaprovechado entonces, en el terreno “creacionista”, la oportunidad de hacer las cosas lo mejor posible?
La teología también nos dice que: “Los órdenes de la posibilidad son infinitos, porque infinitos son también los posibles. No hay, pues, un supremo en el ámbito de la posibilidad. Ni este mundo ha agotado la omnipotencia infinita de Dios, ni otros sin número de ellos cada vez mejores podrán agotarla” (Autor citado más arriba; página 469 de la misma obra).
Pero aquí entonces estaríamos en presencia de un dios mezquino, quien pudiendo haber creado un mundo más perfecto que el actual, no lo hizo.
Además, siempre será posible un mundo mejor, por mejor que lo hubiese creado, y esto significaría que lo factible supera siempre la capacidad de ese dios. Se halla más allá de él, o “sobre él”.
Por su parte, lo factible, es decir el mundo de las posibilidades, ¿quién lo creó? ¿De dónde surgió? ¿Acaso lo creó ese mismo dios o existía desde siempre fuera de ese dios, aun antes de haber creado éste nuestro mundo tan imperfecto?
Si las posibilidades infinitas existieron desde siempre fuera de ese dios y éste aprovechó tan sólo algunas de ellas por no poder agotarlas por ser infinitas, entonces estamos en presencia de un dios limitado, no absoluto, un dios enfrentado a algo que no es él mismo, es decir al mundo de las infinitas factibilidades de las cuales sólo puede extraer algunas sin agotarlas todas jamás.
Para un dios absolutamente perfecto, todo debe ser posible aun el agotar él todas las posibilidades de perfección.
Pero vayamos nuevamente a la biología.
En una nota anterior, habíamos dicho que la naturaleza no es sabia en el nivel general como proceso.
Ahora acercándonos más a lo individual, hallamos que no existe un solo ser viviente exactamente igual a otro, y que todo individuo se desvía en algún detalle del patrón de perfección que escogemos.
Pero, aún este patrón de perfección que elegimos entre múltiples posibles, es en sí de algún modo imperfecto. Siempre es posible concebir otro más perfecto. O es perfecto en un aspecto e imperfecto en otro.
Un cierto animal puede ser resistente al frío gracias a su pelaje, pero ser vulnerable a las altas temperaturas También puede hallarse adaptado a ambos climas, frío y tórrido pero presentar defectos. Transportado o emigrado a una zona tórrida puede perder pelaje o hacerse éste más corto y adaptarse entonces, pero puede ser vulnerable a los parásitos del trópico, etc.
Las adaptaciones de los seres vivientes al ecosistema son infinitas y su descripción llenaría muchos gruesos volúmenes, pero el ser sumamente perfecto no existe en el planeta.
A esto hay que añadir los cambios mutacionales que se producen continuamente en la descendencia.
Los biólogos sabemos que casi todos los cambios genéticos apuntan hacia un error. Mientras que los errores se van acumulando lentamente permiten la supervivencia de los individuos, pero cuando se suman en demasía, sobreviene la extinción.
En algunos casos las señales defectuosas son apenas perceptibles. En otros, aparecen con el correr de los años.
En otras ocasiones son tan conspicuos, que provocan sentimiento de lástima en el observador humano.
Si separamos de los seis mil seiscientos millones de individuos humanos que hoy pueblan el orbe, a los contrahechos, los idiotas, enanos ciegos de nacimiento, deficientes cardíacos, renales y con anomalías en otros órganos, más los aquejados de errores del metabolismo, desviados sexuales, etc., y los recluyéramos en una isla como un triste muestrario de los errores biológicos congénitos ¡cuán extensa debería ser esa isla para albergarlos a todos!
Los defectuosos generalmente se hallan ocultos. ¡Qué asombro experimentaríamos si los viéramos reunidos componiendo la población de un país entero del tamaño de Europa con unos 700 millones de habitantes, por ejemplo!
¿Exagerado? ¡Hasta allí y mucho más podríamos llegar! Todo dependería de la calidad y del grado de los defectos escogidos.
En efecto. Si desearíamos realizar una selección aun más prolija, separando a todo individuo que poseyera algún rasgo físico de imperfección o algún carácter psíquico negativo, entonces con asombro, veríamos que tal empresa sería imposible porque ningún continente podría albergar a una población tan numerosa de defectuosos.
Entonces habría que obrar de modo distinto, a la inversa, seleccionando a los más perfectos de los miles de millones de humanos, los que cabrían en una pequeña isla.
Los animales y plantas silvestres se encuentran más seleccionados naturalmente, pero todo criador sabe que las cepas que domestica tienden a degenerarse continuamente, viéndose obligados a realizar una constante selección.
Sin embargo, si en un momento dado, nos imagináramos a nosotros mismos como omnipresentes dioses y pudiésemos echar un vistazo a toda la flora y la fauna planetaria mientras varía, nos llenaríamos una mayúscula sorpresa: comprobaríamos con asombro que el defecto es el común denominador de la naturaleza.
Si fuésemos ubicuos cual dioses, veríamos a enormes masas de animales y vegetales recién nacidos destinados a la extinción por errores de la naturaleza. Animales lerdos presas de voraces depredadores. Otros desprovistos de resistencia al ambiente; otros dejados a la intemperie por madres degeneradas que han perdido el instinto materno; entre estos casos, por ejemplo, crías de aves condenadas a la extinción por desprotección de los padres o nidos mal construidos; colmenas con su población en plena merma por causa de una reina madre zanganera; pariciones defectuosas entre los mamíferos por causa de anomalías anatómicas… etc. En una palabra, observaríamos en la naturaleza infinitamente ¡más errores que aciertos!
Ahora bien. ¿Qué dios omnisciente y omnipotente absolutamente perfecto, permitiría que el proceso viviente se desviara en forma constante hacia el error?
¿Cómo un creador con poderes absolutos, para quien todo es posible, se podría valer del error con el fin de perfeccionar su mundo que tiende permanentemente al desvío?
Si el error fuese la excepción; sería, desde luego, más perdonable, aunque aun así indigno de un ser absoluto, infalible. Pero el error no es la excepción; por el contrario es una constante biológica que no permite pensar en algún eficiente gobernador del mundo.
Tampoco pecado alguno puede ser causa de los defectos, porque animales y vegetales no pecan como tampoco lo hacen las inocentes criaturas humanas nacidas con defectos congénitos, o destinadas desde su nacimiento a padecer cruentas enfermedades hereditarias en la adultez.
¿Qué éstas heredan los pecados de sus mayores? (Esto también se ha pensado por parte de los mentecatos). ¡Peor aberración de pensamiento no puede concebirse si se acepta un castigo que va a recaer sobre los inocentes!
Y especulación teológica aparte, ¿si los seis mil millones y algo más de humanos que pueblan actualmente el globo estuviesen a prueba en el mundo entre el bien y el mal, no deberían empezar por ser genéticamente perfectos, todo por igual, a fin de poseer así idénticas oportunidades en la vida?
Luego de estas pruebas, vemos claramente que ningún dios existe como lo quiere la pseudociencia teológica, ni ningún otro; y sólo nos queda el portarnos bien por el bien mismo en este mundo, ya que, el otro, un Paraíso ideado por los fatuos teólogos tampoco existe.
Ladislao Vadas