"Notorio incremento en el consumo de drogas prohibidas y de psicofármacos por parte de los estudiantes", alertaba la Policía Federal en octubre de 1994. Tal afirmación se basaba en unos trescientos operativos que se habían realizado muy cerca de colegios de la Ciudad de Buenos Aires. En un lapso de diez meses habían sido detenidas cerca de cuatrocientas personas y se habían secuestrado nueve kilos de cocaína y cinco de marihuana.
Ese mismo año, de hecho, la policía había logrado atrapar a un florista que vendía papeles de cocaína en la vereda del Colegio Nacional Buenos Aires. Tuvieron que esperar a que pasaran las vacaciones de invierno, ya que sin estudiantes, no había venta y no podían pescarlo in fraganti.
Si bien las autoridades se han resistido a admitirlo, el consumo de drogas dentro de los colegios es un hecho real. Los jóvenes pasan un promedio mínimo de cinco horas diarias dentro del establecimiento, lo cual no ha sido desaprovechado por los narcotraficantes, que no se resignan a esperar a los fines de semana para "ofrecer sus productos" en boliches bailables y otros lugares de esparcimiento.
Un estudio realizado por la Secretaría de Prevención y Asistencia de las Adicciones realizado en 1995 revela hasta dónde llega el fenómeno: uno de cada cuatro estudiantes secundarios encuestados aseguró que le habían ofrecido droga y que sabe donde conseguirla.
Uno de cada diez, ya la probó. Las tácticas desplegadas por los traficantes son muy seductoras: prometen goces inimaginables, ofrecen soluciones mágicas y manipulan provocando sentimientos de culpa, de vergüenza y de inferioridad. Por otro lado, elaboran estrategias de "merchandising" bastante sofisticadas para tratar de captar nuevos clientes.
Entre otras podemos nombrar como ejemplo: el promocionar efectos y poderes que las drogas no tienen; tratar de vincular la vida sana al aburrimiento; promover la distinción entre drogas "blandas" y "duras" e instalar la creencia de que existen drogas inocuas (como la marihuana); financiar programas de radio y televisión y utilizar figuras reconocidas (generalmente a nivel mundial, como cantantes de Rock), para promocionar la droga.
Finalmente, una de las reglas de oro de los narcotraficantes es que ni ellos ni sus hijos deben drogarse.
Detrás de las paredes
El día 12 de julio de 1988 a las 15:45 hs se largaron las competencias intercolegiales de natación en la pileta cubierta del colegio Santa Unión.
Jimena Hernández, alumna del colegio, debía participar en una carrera. Una hora más tarde la empezaron a buscar porque no aparecía por ningún lado. Uno de los chicos que se metió en la pileta luego de finalizar el torneo, a las seis de la tarde, se dio cuenta de que en el fondo de la pileta había un cuerpo. Era el de Jimena. Unos dijeron que fue un accidente. Otros sostuvieron que había sido violada y asesinada.
Actualmente hay un expediente de más de diez tomos que pasó por media docena de jueces y que tiene más de cien testimonios, dos autopsias, peritajes químicos y hasta una reconstrucción. El juez Mauricio Zamudio habló al principio de un pacto de silencio en el colegio. Después decidió cerrar la causa por falta de pruebas, pero fue reabierta por orden de la Cámara.
Comenzaban a tomar fuerza algunos rumores de que Jimena había visto algo que no debía y que por eso la habían matado. Han reforzado esta sospecha los múltiples informes de inteligencia en los que se asegura que en el Colegio Santa Unión se preparaban autos "truchos" (con documentación adulterada) para ser intercambiados por cocaína en la provincia de Catamarca. Esta hipótesis fue reforzada por la DEA (Administración de lucha contra las drogas), que estaba muy interesada en investigar la conocida conexión del colegio con el tráfico de drogas.
El padre de Jimena, Jorge Hernández, asegura que en la embajada de Estados Unidos le dijeron que habían abierto una investigación a este respecto. Paradojicamente, el mismo día que apareció muerta Jimena, caía la banda de narcotraficantes de la "Operación Langostino", en un procedimiento en el que se secuestró uno de los cargamentos de cocaína más grandes de la historia argentina.
La calle me mata
A los trece años, Alejandro es un sobreviviente del horror. Nació en un barrio humilde de Moreno en el hacinamiento total. Las cosas que más recuerda son los golpes de su padre alcoholizado y el silencio cómplice de su madre. A los cuatro años la calle pasó a ser su hogar. Aprendió a robar, mentir, y mendigar.
Y aprendió a soportar todo al amparo de la droga. "Compraba pomitos de cemento (de contacto) en la ferretería. Un peso treinta el envase chico y si tenía plata, una lata de cuatro kilos a 12 pesos. Me gustaba aspirar de madrugada, cuando más frío hacía y cuando más solo me sentía", confiesa Alejandro. A los once años tuvo la "suerte" de entrar a un hogar de niños en Hurlingam. Mucho no pudo aguantar. La calle lo llamaba. Se escapó en varias oportunidades, y cada vez que volvía se veía peor.
Con el tiempo, Alejandro extendió su mundo a las estaciones de la Capital. Retiro, Constitución y Once pasaron a ser sus hogares. Ladrones, rufianes y prostitutas sus compañeros de ruta. Tenía solo once años. Los suficientes como para comenzar a consumir cocaína. Compraba de la peor calidad, la más "estirada". Por cinco pesos el gramo era la única "merca" que podía conseguir. Muy pronto se convirtió en distribuidor de drogas de los narcotraficantes. Le daban dos o tres pesos por cada reparto que hacía a domicilio. Así se ganaba la vida hasta que lo rescataron de la calle nuevamente. Hoy lleva varios meses sin consumir. De a poco está aprendiendo a asumir responsabilidades: arreglar su cuarto, poner la mesa y trabajar en una huerta, entre otras cosas. Por ahora, le cuesta asumir la abstinencia. Sabe que no es facil hacer frente a una nueva oportunidad. Sobre todo porque puede ser la última.
Que se vengan los chicos
"La droga está convirtiendo a estos chicos no solo en meros correos, sino en integrantes de una organización delictiva. Son rehenes de un sistema perverso", sostuvo oportunamente el destituido Juez de San Isidro, Roberto Marquevich. Para él, el narcotráfico no es un delito independiente, sino que forma parte del crimen organizado. Un lugar donde los chicos son manos de obra barata para transportar droga, armas robadas o servir de pantalla cuando se hace un procedimiento. Muchas veces los padres no son ajenos. En muchos casos "negocian" el empleo de sus hijos con el traficante, tal vez por estar apremiados por la necesidad. A cambio les garantizan que no irán presos, ya que hasta los 16 años son inimputables.
Lo que nunca cuentan los narcos es que, al conocer las caras de los jefes del grupo, ese chico ya no podrá abandonar el grupo, ya que los podría denunciar. Para Atilio Alvarez, ex titular del Consejo del Menor y la Familia, las organizaciones que usan menores no lo hacen porque para la justicia sean inimputables. "De ser así significaría que se preocupan por los chicos y está bien claro que no es así. Los usan porque: un menor no llama la atención; con su inmadurez son fáciles de engañar y; porque un nene de ocho años puede escapar por un ventiluz con la droga encaso de una redada".
El psicólogo Ricardo Pato vivió durante meses en la estación Constitución, investigando la explotación de menores. Para eso, se disfrazó de linyera. Luego de un tiempo descubrió El paño rojo , un boliche de tragos con videojuegos sobre la calle Lima donde se escondía una organización que usaba a chicos de la calle."
Al principio les daban un lugar para dormir, algo de comer y les hacían probar droga. Cuando el pibe se enganchaba con el consumo, lo hacían trabajar para ellos. No llevaban 'merca' grande, a lo sumo unos sobrecitos de cocaína para que, en caso de ser detenidos, pasara como consumo personal. La red tenía muchas bocas de expendio: lustrabotas, floristas y casas de videojuegos".
También hay que reconocer que en la estación hay chicos que trabajan por su cuenta. Pero esa independencia generalmente les cuesta bastante caro. Una paliza para sacarles el dinero recaudado...o la vida.
Es la vida que me alcanza
Joaquín insultó con fuerza a los policías que lo sorprendieron junto a su novia haciendo una "transa" de tres gramos de cocaína en una esquina. No podía ser. Después de un año y medio "vendiendo" tenía que haberse dado cuenta de que esos clientes eran "canas". Al rato se le pasó. Sabía que con 13 años no podía ir preso. En el juzgado se encontró con una sorpresa no grata. Los análisis que le hicieron demostraron que sus dos años de consumo habían dejado su marca. El y Andrea, su novia, eran portadores del virus del SIDA. Para colmo, Andrea estaba embarazada de tres meses.
Su familia la internó en un lugar para madres solteras y, al poco tiempo, tuvo una beba que nació con síndrome de abstinencia. Madre e hija son, actualmente, portadoras de HIV. Joaquín siguió en la misma. El juez lo entregó en custodia a su madre y poco después volvió a caer preso por robar una campera. Dos veces lo derivaron a un instituto para menores y otras tantas se fugó. Siguió tomando y vendiendo drogas. Se convirtió en "correo" de una banda, al tiempo que se fueron derribando sus barreras inmunológicas. En la cama de un hospital público pereció frente a una tuberculosis irreversible. Nunca quiso decir al juez el nombre de los narcos para los que trabajaba.
…
El "Turco" siempre decía que iba a ser famoso, que iba a salir en los diarios. Lo que no sabía era la manera en que iba a aparecer. A los 16 años, las cámaras de televisión lo mostraron mientras era detenido por el homicidio de Isidoro Perugini, el farmacéutico del barrio de Saavedra al que mató a sangre fría cuando se resistió al asalto. En su tierra, "la cava", todos sabían que con el "Turco" no había que meterse.
Eran muy común verlo por las calles de barro de la villa metiendo miedo de día y de noche, disparando al aire su revólver 38 milímetros. También se lo podía descubrir vendiendo cocaína a cinco pesos el gramo. Cocaína "estirada", rebajada hasta el límite. La que el tomaba era más pura, pero la compraba a quince pesos.
Al "Turco" lo detuvieron cinco veces y cinco veces se escapó de diferentes institutos de menores. En voz baja, los vecinos del pasillo Madame Curie de La Cava dicen que si su madre llora al verlo preso es porque ahora tendrá que salir a trabajar. Quienes lo van a extrañar son los narcos que le proveían cocaína. Aunque saben que en cualquier villa de la ciudad o la provincia de Buenos Aires, hay potenciales "Turcos" que alimenten su negocio.
¡No va más...!
En 1991, la Policía Federal detuvo a 227 menores por tenencia de estupefacientes. En 1995, esa cifra trepó a 793 y hoy sigue in crescendo. Es la proporción en la creció el uso de chicos en las redes de los narcotraficantes. El narcotráfico no respeta ni sexo, ni condiciones sociales, ni edades. Está ahí, al acecho. Es un fenómeno que nos afecta de alguna manera a todos. Después de más de diez años del comienzo de este problema, es hora de sincerarnos con nuestros hijos y con nosotros mismos. Es hora de comenzar a plantearnos el problema. Y es hora de tomar partido. Al momento de analizar este fenómeno no debemos descartar ninguna de las cosas que acabamos de describir en la presente nota. Todo es parte de lo mismo. No podría haber protección a narcotraficantes si no existiera un engranaje de muchas piezas coordinadas en una gran maquinaria que ha sido muchas veces manejada y supervisada desde niveles altos de poder. Es duro saber que el tráfico de drogas no empieza y termina en el simple "dealer".
Es duro saber que haya tantas complicidades para que esto suceda. Es duro ver cómo se hace cada vez más que notorio el incremento del tráfico de drogas en ámbitos juveniles. Lo más duro es no saber qué hacer. Por ahora, lo más importante es conocer el problema. El saber algo nos hace más responsables. El hecho de estar al tanto de lo que sucede nos obliga a tomar alguna posición al respecto. Tendremos que ponernos de un lado o de otro. No es poco.