Demasiado se ha escrito en los últimos días respecto a los supuestos desordenes mentales de Cristina Kirchner, presumiblemente vinculados con el cuadro de bipolaridad que sufre desde hace años y que la obligan a vivir sobremedicada.
El análisis sobre esa patología y cómo afecta sus decisiones personales ha ocupado cientos de líneas en los principales medios de comunicación, ello está claro. Sin embargo, hay otro interrogante que incomoda a propios y ajenos y que nadie se atreve a mencionar en estas horas: ¿Puede una persona bajo la influencia de la bipolaridad comandar los destinos de una Nación?
Los oficialistas jamás se animarían a hacer esa pregunta, siquiera retóricamente, ya que serían excomulgados del paraíso K; los opositores, menos aún, so pretexto de ser tildados de golpistas. Mientras tanto, se pierde la posibilidad de instalar un debate que hoy se hace más que necesario a la luz de los acontecimientos que vive la Argentina. Se insiste: ¿Está en condiciones una persona con semejante cuadro psiquiátrico de enfrentar los inconvenientes que hoy atraviesa el país?
Aunque parezca algo natural —la repetición genera acostumbramiento—, no es sano para la República que Cristina desaparezca durante días y que, cuando se muestra finalmente, lo haga con tal nivel de agresividad. Para quien aún conserve dudas al respecto, solo debe observar sus últimos discursos, donde no solo se mueve a través de gestos exageradamente desencajados, sino que muestra un discurso que por momentos se torna incoherente.
Los desordenes de Cristina no son una especulación periodística, sino parte de un cuadro que ha sido admitido por su entonces psiquiatra. “Los cambios de humor de la candidata presidencial son bien conocidos por su entorno: desapariciones de escena de varias semanas, faltazos al Senado y discursos irritados que la perjudican en las encuestas”, contó revista Noticias hace cinco años, en los días en los que logró el testimonio del profesional que atendía a entonces Primera Dama. Tras esa portada, Cristina desapareció de escena durante casi un mes.
Sus propios funcionarios han admitido, no solo ante cronistas de Tribuna de Periodistas sino también de otros medios, la sorpresa que les causa el constante cambio de humor de Cristina. "Conmigo no tuvo mayor problema, pero a algunos ministros los ha llegado a putear públicamente incluso cuando solo era la esposa de Néstor (...) Todos le tienen terror", admitió hace unos años un poderoso ex Jefe de Gabinete de Ministros.
No fue el único en admitirlo: también lo hicieron secretarios y subsecretarios de primera y segunda línea. Todos coincidieron en mencionar el temor que les causaba la bipolaridad de Cristina. "A lo mejor le estás hablando de un tema específico y te escucha con atención, a veces hasta haciendote bromas; pero de pronto se acuerda de algo y te empieza a carajear, no importa si hay gente o estás solo con ella", admitió a este medio un mediático ex secretario vinculado al área de Transporte. ¿Cómo trabajar con la mínima soltura frente al cuadro descripto?
La violencia verbal de la Presidenta no solo provoca miedo en sus funcionarios, sino también la preocupante inacción de estos. Nadie se anima a decirle cuándo una decisión tomada por ella es desacertada o a señalarle siquiera los usuales errores que comete en sus discursos. Es sintomático ver a ministros y secretarios aplaudiendo y riendo mientras Cristina aporta cifras y datos que no se sustentan con tópicos de la realidad.
Mientras esto ocurre, la Argentina vive una de sus peores crisis, con indicadores alarmantes vinculados a la pobreza, el desempleo y la caída de la actividad económica. El termómetro que permitiría medir la gravedad de la situación, el Indec, se encuentra cooptado, y los funcionarios que conocen en profundidad la "patología" que vive la Nación, tienen vedado su testimonio. Frente a lo antedicho, ¿cómo lograr, no ya superar, sino siquiera enfrentar los problemas coyunturales que arrecian?
La respuesta a la pregunta que titula el presente artículo —¿Puede Cristina gobernar sufriendo bipolaridad?— no está en la eventual salida anticipada del poder por parte de la mandataria, sino con la delegación de algunas de sus decisiones y facultades, inherentes estas a la desgastante función pública. De manera gradual, la mandataria podría comenzar cediendo las potestades menos relevantes a sus hombres de confianza y, a través del paso del tiempo, ir liberándose de esa carga.
Al mismo tiempo, debería escuchar a sus propios funcionarios, quienes no desconocen cuáles son los problemas que hoy se ciernen sobre el país.
Sin embargo, conociendo la idiosincrasia de Cristina, cuesta imaginar que se atreva a algo semejante. Por el contrario, es fácilmente predecible que seguirá en el mismo camino que supo recorrer hasta ahora; el de la obcecación y negación total.
¿Entenderá alguna vez la mandataria, antes de que sea demasiado tarde, que no puede hacerse cargo de todo, que no puede seguir encerrada en su propio microclima?
Mientras eso no ocurra, seguirán existiendo dos países: el maravilloso que pintan Cristina y sus ministros, y el real, donde la crisis empieza a mostrar su peor rostro.