La discusión entre la diputada Elisa Carrió y el ministro de Justicia, Germán Garavano, es más compleja de lo que se cree. No solo por lo que esconde detrás —ni más ni menos que el eventual encubrimiento del atentado a la AMIA— sino el posible cisma del espacio Cambiemos, que ambos integran.
Primero debe recordarse aquello que trascendió esta misma semana, referido a la renuncia de la abogada de confianza de Carrió, Mariana Stilman, a la Unidad AMIA. En un comunicado, la Coalición Cívica ARI sostuvo que la razón de esa decisión fue el accionar de Garavano: “La dimisión de Stilman se produjo luego de la sorpresiva intervención del ministro en el trabajo de la querella del Estado en la causa de encubrimiento del atentado a la AMIA. No formamos parte ni del amiguismo, ni del nepotismo, ni de encubrimiento judicial alguno”.
El contexto es claro: Carrió cuestionó al ministro por su decisión de haber dejado caer la acusación por encubrimiento del atentado a la AMIA contra los ex fiscales de la causa Eamon Müllen y José Barbaccia.
No es menor el detalle, ya que en estas horas se sustancia el juicio por encubrimiento por el bombazo ocurrido el 18 de julio de 1994 y se empieza a develar que, lejos de lo que se creía, Irán no tiene responsabilidad, sino Siria.
Por ello, cuando se discute acerca del atentado a la AMIA, deben dejarse de lado las pasiones y los trascendidos. La verdad está en el expediente, y de sobra.
Allí, por caso, no existe una sola evidencia que pueda relacionar a funcionarios iraníes con ese hecho.
Pocos saben que la inclusión de ese país en la nómina de potenciales culpables del atentado, se remonta al año 2002, cuando Miguel Ángel Toma era titular de la Secretaría de Inteligencia. El funcionario, luego de una reunión con sus pares norteamericanos, hizo aparecer “por arte de magia” un informe secreto conteniendo una nómina con el nombre de treinta iraníes que habrían ejecutado el atentado.
Sin embargo, la mera investigación periodística demostró que dos tercios de los supuestos culpables eran inimputables: por un lado, había personas fallecidas hace más de 30 años; por el otro, chicos que tenían entre cuatro y seis años al momento de ocurrir el trágico hecho.
Un botón de muestra: en aquel momento, Mehsen Massud y Helale Yurie —nombrados en el informe— llevaban más de 30 años muertos; Osman Massud también había fallecido, Dajal Massud tenía 15 años; y Emiliano, Matías y Santiago Samid hace pocos años alcanzaron la mayoría de edad.
Esta revelación —que suelen omitir las crónicas periodísticas cuando recuerdan el referido atentado— obligó a modificar el listado de sospechosos y reducirlo a ocho personas.
Lo interesante del caso, es que las pruebas contra esos iraníes jamás han pasado por las manos, ni del juez Rodolfo Canicoba Corral, ni del malogrado fiscal especial de AMIA, Alberto Nisman. Por caso, este último ha admitido que el pedido de captura que oportunamente llevó adelante contra los (hoy) ocho sospechosos se basó en sendos pedidos de Estados Unidos e Israel. Ambos países prometieron entregar la evidencia de marras “cuando sea conveniente”.
Aunque lo antedicho suene asombroso, hay algo aún más insólito: las pruebas que permitirían resolver por completo lo ocurrido en la sede de la mutual israelí descansan en el expediente judicial.
El problema es que esa evidencia muestra claramente que, quienes se encuentran detrás de lo acaecido, son terroristas sirios, no iraníes. ¿Por qué ello sería un inconveniente? Porque, por el momento, Siria no configura peligro alguno para Estados Unidos; Irán, sí.
Pocos saben que en el expediente descansan pruebas reveladoras, que incluyen la factura de la bomba que explotó en la AMIA. No es una omisión inocente: la necesidad de inventar que hubo un coche bomba en la puerta de la mutual judía —vehículo que no vieron ninguno de los 200 testigos del juicio— es la excusa perfecta para justificar que hubo un supuesto conductor suicida que murió en el mismo instante de la explosión.
Eso sólo bastó para que hubiera un gran esfuerzo en ocultar el documento, ya que evidenciaba que una firma llamada Santa Rita, perteneciente al sirio Nasif Hadad, había comprado la misma cantidad de nitrato de amonio que explotó en la AMIA. No casualmente, otra empresa con el mismo nombre —y obviamente de su propiedad— fue la depositaria del volquete que fue puesto en la puerta de la mutual, minutos antes de que todo estallara en pedazos.
Y si de “desinvestigación” se trata, tampoco se ha puesto el foco en la empresa de limpieza que la noche anterior había trabajado en la sede israelí. Se trata de la firma La Royal, perteneciente a otro sirio, en este caso el fallecido Alfredo Yabrán.
Los elementos que permitirían llegar a buen puerto se cuentan por docenas, muchos de ellos están en el mismo expediente judicial. Sin embargo, hay un libreto oficial e interesado que jamás permitirá que ello suceda.
Es un guión que parece ser más fuerte que la voluntad de llegar a la verdad. Es lo que explica por qué Macri respalda a Garavano y no a Carrió.