"El periodismo es una maravillosa escuela de vida". Alejo Carpentier.
El gran maestro Ryszard Kapuscinski solía decir que el periodismo debe ser “intencional”, debe fijarse un objetivo e intentar “provocar algún tipo de cambio”. No cualquier cambio, sino aquel que “ayude a la humanidad”.
Ese concepto, claro e inamovible, es el que me llevó a abrazar este hermoso oficio: cambiar el mundo. Suena ambicioso y abarcativo, ciertamente, pero no hay otra manera de ser periodista. ¿Qué otro motivo llevaría a alguien a dedicarse a una “profesión” tan mal paga y que exige tanto sacrificio?
La pregunta, provocadora si las hay, debería ser disparador para preguntarse por qué miles y miles de jóvenes se reciben cada año para ejercer como hombres de prensa, luego de aprobar decenas de materias que en general no les servirán para nada.
¿Acaso quieren mejorar la humanidad en tropel? ¿Anidarán en sus cabezas incipientes ideas de hacer del mundo un lugar más habitable a nivel social?
Es probable que en algunos casos esto sea así, pero en la mayoría no. Lo digo con conocimiento de causa, por haber trabajado en diversas redacciones desde hace 25 años y haber sido docente en dos o tres materias de la vetusta carrera periodística.
En general, los chicos que estudian periodismo lo hacen inspirados en los grandes relatos hollywoodenses, de hechos que cambiaron la historia desde una humilde redacción, como el caso Watergate o los denominados “Papeles del Pentágono”.
Creen que se trata de “soplar y hacer botellas”, al tiempo que ganarán ostentosos salarios y cobrarán renombre de manera consecuente.
Pero la realidad es otra: el trabajo del periodista es lento y engorroso. Empieza con el seguimiento de casos pequeños, casi inocuos e invisibles, con la sumatoria de horas y horas de “curado” de contenidos. Pueden pasar décadas hasta que aparezca algo relevante, que amerite ver nuestros nombres en “letras de molde”.
A veces, incluso, jamás llegará ese momento. Básicamente por una cuestión: nadie sale a buscarlo.
Los jóvenes periodistas creen que un día alguien los llamará y les regalará puntuales documentos que les permitirán terminar con la carrera política de algún presidente, ministro o secretario de primera o segunda línea. Eso no suele suceder así.
La gran investigación, la que cambiará el curso de la historia, está siempre afuera, esperando ser encontrada. Pero nadie la está buscando. No al menos en estos tiempos.
Recuerdo el viejo periodismo, el que hacíamos hace mil años, donde el motor no era el dinero sino la pasión. En esos ingratos días, nos pagábamos nuestros propios programas de radio, con la esperanza de que ingentes anunciantes llegarían en legión a solventarnos. Es algo que jamás ocurría.
No nos importaba, porque hacíamos periodismo. Salíamos del pequeño y húmedo estudio de la radio y nos íbamos a tomar algo, para festejar la nada. El hecho de que habíamos hecho lo que nos gustaba.
Departíamos durante horas y horas, elogiando nuestra propia labor, sin pensar jamás en cuánta gente nos había escuchado. No nos importaba realmente.
Aquellos días, de romanticismo e idealismo intrínsecos, parecen haber fenecido. Apenas si queda algún recuerdo fugaz de esa época, en la que la pulsión era más fuerte que la ambición.
A los periodistas de hoy no les importa cambiar el mundo, siquiera destacarse en medio de tanta mediocridad. Apenas si cumplen sus 7 horas de trabajo porque el convenio se los exige —si pudieran, trabajarían aún menos— y luego parten raudos para sus casas. Con la frialdad de un moscardón, desinteresados por todo y por todos.
Son chicos que no leen, incultos al extremo, que no pueden escribir una simple crónica respondiendo las cinco preguntas básicas del periodismo.
No discuten sobre periodismo, ni les interesa hacerlo, solo les importa cuándo les aumentarán sus sueldos o si les pagarán tales o cuales horas extras. Si les queda tiempo, preguntarán cuándo repondrán la máquina de café que adorna la redacción.
Entonces, ¿para qué son periodistas? Es una pregunta que suelo hacerme, casi retóricamente. Me lo digo en voz baja, masticando la bronca en momentos en los cuales ocurren grandes acontecimientos y nadie parece interesado en querer cubrirlos.
Como ya dije, se trata de jóvenes que han estudiado no menos de 5 años en la universidad —alguno quizás haya hecho un “cursito” de 3 años, pero es indistinto— y que luego parecen interesados en correr con todas sus fuerzas en la dirección contraria.
En mi caso, como siempre cuento, no he estudiado en la universidad ni en ningún instituto de los tantos inservibles que hay por allí. No creo que el periodismo se deba estudiar: se aprende en una redacción, a través de la permanente “tarea de campo”. Así era en su momento, y nadie jamás lo cuestionó.
Las dos premisas básicas para ser periodista no las aporta —ni puede hacerlo— ninguna facultad. Se trata de la “pasión” y la “honestidad”. Si alguien carece de alguna de ellas, no puede abrazar este oficio. Todo lo demás, se puede aprender fácilmente, incluso el hecho de escribir.
El verdadero periodista lo tiene claro y jamás se plantearía a sí mismo —o a otros— algo distinto a ese dogma. Los verdaderos periodistas —al menos los que conozco —, son así. No los mueve más que la pasión.
Desconocen de fines de semana, feriados o limitaciones horarias de convenio. Es algo que deberían leer los nuevos periodistas, un tópico que tan bien supo desarrollar el maestro Kapuscinski al recordar que esta profesión es muy exigente: “Todas lo son, pero la nuestra de manera particular. El motivo es que nosotros convivimos con ella veinticuatro horas al día. No podemos cerrar nuestra oficina a las cuatro de la tarde y ocuparnos de otras actividades. Éste es un trabajo que ocupa toda nuestra vida, no hay otro modo de ejercitarlo. O, al menos, de hacerlo de un modo perfecto”.
Nunca mejor dicho.