Juan Cruz está devastado. No tiene consuelo. Por su cabeza pasan terribles pensamientos. Lo imaginable… y lo inimaginable.
En cuestión de horas su vida se hizo añicos, quedó reducida a escombros. Como si un eficaz terremoto hubiera pasado por sobre su existencia. Ciertamente, ello ocurrió en los hechos: un Tsunami se lo llevó puesto.
“Me arruinaron, sólo por maldad. Destruyeron mi vida, solo por diversión”, me dijo hace un rato, desde el pozo en el que quedó sumido, casi sin poder moverse.
Desde esa profundidad, oscura e insoportable, apenas pudo asomar su mirada para hablarme, como pudo. “Nadie limpiará mi nombre. Nadie se retractará”, me dijo.
Juan Cruz yace allí, confundido. Sus pensamientos se cruzan: su familia, su trabajo, sus amigos… y de pronto aparecen aquellas imágenes que jamás borrará de su mente.
Es insoportable. ¿Adónde escapar? ¿Qué hacer al respecto? ¿Cómo sacarse eso de la cabeza?
Juan Cruz corre, pero no llega a ninguna parte. Siempre está en el mismo lugar, estancado. Sospecha que jamás terminará la pesadilla. En realidad, está seguro de ello.
¿Cuándo me despertaré de esta locura? Se pregunta, como si todo fuera solo un mal sueño. Ojalá lo fuera. Descubre de repente la crudeza de la frase de James Joyce: “La historia es una pesadilla de la cual estamos intentando despertarnos”.
Aunque compartimos el mismo apellido, no hay parentesco entre Juan Cruz y yo. Acaso sí nos une el amor por el oficio periodístico. No es poco.
A su vez, hemos hablado en muy pocas ocasiones, contadas con los dedos de una mano, jamás en persona. Charlamos por temas siempre puntuales, casi netamente profesionales.
No obstante, es una persona que aprecio, cuyo trajinar y esfuerzo sigo a la distancia desde que tengo memoria. Puedo recitar de memoria toda su carrera. Toda.
Y en estas horas, donde lo más fácil es golpearlo, mientras sangra en el suelo, pienso que le daría un abrazo. Sin decirle nada, solo estar ahí con él para que sienta que no está tan solo.
Ni siquiera le diría si se equivocó o no. No soy quien para hacerlo, ¿o sí? Si tuviera que decirle algo, solo le recitaría aquello que siempre me decía mi abuela: “Jamás olvides quién sos ni de dónde venís”. Es una gran vacuna contra el ego.
Por lo demás, no tengo nada que reprocharle. Acaso… ¿quién nunca jamás cometió un error? En definitiva, incluso, se trata de su vida privada.
A estas horas de la noche, me quedo con las últimas palabras que descerrajó Juan Cruz, dichas esta misma mañana con sentido pesar: “Me mataron, hermano, y no hice nada”.
Entretanto, en mi pensamiento persisto en abrazarlo. Ojalá sirva para algo.