Y un día reapareció Héctor Aníbal Giménez, aquel pastor evangélico que supo regalar tantos momentos desopilantes en los años 80/90.
Pocos lo recuerdan en esos días, porque han quedado en la letanía. Pero el religioso llegó a ser un mediático más. Al nivel de Guido Suller y Jacobo Winograd. Con una diferencia sustancial: detrás de las risas que provocaba, avanzaba en un curro millonario a través de la fe.
Ello le valió puntuales denuncias por parte de sus propios feligreses, a los que llegó a exigirles el “diezmo” a todo tipo de transacción. Por caso, a una mujer que vendió una propiedad en 200 mil dólares llegó a pedirle el 10% de ese valor: 20 mil dólares.
Luego fue su propia esposa, Irma López, la que lo denunció, en la justicia y en los medios. Lo acusó de tener una fortuna escondida a través de testaferros. Fue una guerra que empezó en 1994 y llegó a una suerte de acuerdo en 2005, en medio del divorcio entre ambos (desatado, dicho sea de paso, por las infidelidades de Giménez).
En el medio, la mujer dejó datos gravísimos, que jamás fueron investigados por fiscal alguno: “20 millones de dólares es la cifra que nosotros estamos pidiendo en la compensación económica, está todo fundamentado con los bienes y los miembros de la iglesia… hay muchos bienes ocultos”. ¿Cómo es posible que semejantes señalamientos no llamaran la atención de nadie?
Como se dijo, mientras Giménez robaba a mansalva a sus incautos creyentes, los medios de comunicación lo invitaban para que despuntara con sus “graciosadas”. Era rating asegurado para los programas de los años 90.
Pero también era complicidad en el delito. Porque nada le preguntaban sobre las graves acusaciones que pesaban sobre él, que engrosaban entonces los despachos de los tribunales porteños.
Y ahora, los mismos colegas que se cansaron de omitir los delitos de Giménez, se enojan porque el religioso aparece en un video vendiendo alcohol en gel a $1.000 el frasco.
Sí, claro que es una verdadera estafa. Y amerita el oportuno enojo. Pero es hipócrita que provenga de aquellos que jamás han escrito una sola línea sobre las trapisondas del mediático pastor. ¡Y eso que viene choreando desde mediados de los 70!
Es como bien dice aquella histórica frase: la culpa, más que del chancho, es de quien le da de comer.