“Tenemos como ideal la prestación desde el Estado de un servicio de justicia próximo al ciudadano, con estándares de rendimiento, de eficiencia y de equidad que garanticen una real seguridad jurídica para la totalidad de los habitantes de nuestra Patria, cualquiera sea su condición económica y social”.
Las rimbombantes palabras fueron pronunciadas por Néstor Kichner el 16 de junio de 2003, a poco de haber asumido la primera magistratura de la Nación.
Muchos se emocionaron entonces, porque la Argentina venía de una catarata de desaciertos a nivel judicial, con el menemismo como exponente principal de la presión a los magistrados y la cooptación de la Corte Suprema de Justicia de la Nación.
Ergo, las palabras de Néstor llegaron como una suerte de bálsamo, una fuente de agua fresca de la cual muchos abrevaron, creyendo que este realmente venía a cambiar las cosas.
Pronto llegó la decepción, porque el recién llegado mandatario hizo que las presiones se hicieran aún más intensas que las que regalaba Carlos Menem, apretando jueces, poniendo otros “a dedo” y avanzando en órganos como el Consejo de la Magistratura.
El resultado de ello se dejó ver rápidamente: para 2006, las renuncias de jueces nacionales eran récord: 142 magistrados habían dejado sus cargos en apenas tres años, acusando hartazgo, presiones y temor a un eventual juicio político.
Lo antedicho viene a cuento de lo ocurrido en las últimas horas, cuando Alberto Fernández confesó en una entrevista al canal C5N que, tras reiniciarse las sesiones en el Congreso, presentará un proyecto de ley de reforma judicial, que incluye la creación de un “consejo de expertos para revisar diversas dimensiones del Poder Judicial, entre ellas, el funcionamiento de la Corte Suprema”.
¿Qué ocurrió para que el jefe de Estado decidiera de repente reimpulsar aquella medida tan impopular, otrora repudiada por la ciudadanía?
La trama detrás de la trama comenzó el 5 de mayo pasado, cuando Cristina Kirchner decidió “visitarlo” en la Quinta de Olivos, encuentro que regaló la foto que ilustra la presente nota.
Según dos fuentes del propio gobierno —una de la jefatura de Gabinete de Ministros y otra del Ministerio de Justicia— allí mismo se dio el pedido de la expresidenta de avanzar contra los jueces supremos.
En realidad, la historia es bastante anterior: refiere al pasado 23 de abril, cuando la Corte rechazó el pedido de Cristina, que buscaba que el máximo tribunal se expidiera sobre la validez de las sesiones on line en el Senado.
Ello desató la furia de la hoy vicepresidenta, no solo porque el fallo fue por unanimidad —en un contexto en el cual la Corte tiene profundas diferencias en otras cuestiones—, sino además porque la trataron por elevación de “ignorante”, por desconocer las atribuciones de ese cuerpo y, al mismo tiempo, del Parlamento argentino.
Para colmo de males, el martes anterior —el 21 de abril—, el procurador Eduardo Casal también había rechazado el mismo planteo: sostuvo que al tribunal no le correspondía expedirse en una consulta de otro poder del Estado, como en este caso el Legislativo.
Cristina intentó disfrazar esa derrota en victoria en su cuenta de Twitter, pero se quedó masticando la bronca por lo ocurrido.
No solo por el desaire en sí, sino además por lo que podría ocurrir en el futuro mediato. ¿Qué ocurriría ante la eventualidad de que las causas judiciales que la jaquean llegaran a la Corte Suprema? Peor aún: ¿Qué sucedería con sus hijos, cuyo derrotero son la verdadera preocupación de la exmandataria?
No hay que olvidar, siquiera por un momento, que la elección de Cristina por la figura de Alberto Fernández para ocupar el Sillón de Rivadavia encierra un mandato irrevocable: el de resolver sus problemas judiciales. Todo lo demás es secundario.
Ello explica el malestar de la vicepresidenta, quien ya cuenta con otro revés por parte de los jueces supremos, acaecido hace un año, el jueves 16 de mayo de 2016.
Ese día la Corte confirmó que no suspendería el juicio oral que enfrentaba —y enfrenta— por irregularidades en la obra pública durante el kirchnerismo.
Por eso, en el contexto referido, Cristina decidió avanzar más temprano que tarde. El plan solo reposa en su cabeza y la de Alberto, pero se conocen algunos esbozos del mismo.
En primer lugar, existe la idea de armar un “Consejo de asesores”, dato que deslizó el propio presidente. Este será el que le brinde al gobierno la “coartada” para que haga el trabajo sucio.
Por caso, le “recomendarán” al oficialismo la necesidad de ampliar la Corte, lo que le permitiría al kirchnerismo acercarse a la posibilidad de una mayoría propia.
A esta altura debe mencionarse que el “Consejo de asesores” no será nada imparcial. Dos de los nombres que se barajan son los de Raúl Zaffaroni, exministro de la Corte, y Carlos Beraldi, abogado… ¡de Cristina! También aparece tibiamente el nombre del exministro León Arslanián, pero es al que menos fichas le ponen en el gobierno en estas horas.
Sea como fuere, ¿hace falta ser adivino para anticipar cuál será el diagnóstico de ese cuerpo?
Digresiones aparte, para justificar la ampliación de la Corte, Alberto pondrá como excusa dos tópicos: primero, la lentitud que esta ostenta a la hora de tener que fallar en temas puntuales; segundo, la necesidad de que su trabajo se divida por “fueros”, como ocurre en otros países. Ello obligará inevitablemente a que cuente con nuevos miembros.
Como sea, nadie debería sorprenderse con lo que vendrá. El 1º de marzo, el propio Alberto anticipó lo que venía: "Debemos optimizar el funcionamiento de la Corte Suprema, repensar el alcance del recurso extraordinario y mejorar el trabajo del Consejo de la Magistratura”. Fue al inaugurar el 138° período de sesiones ordinarias de la Asamblea Legislativa.
Como dice aquella frase del saber popular, “el que avisa no traiciona”.