La Argentina vive uno de sus momentos más complicados, no es ninguna novedad. Con una conjunción de erráticos factores políticos y económicos que no parecen vaticinar nada bueno ni auspicioso en el corto plazo.
De pronto, la sensación que se vive es la misma que la “previa” de otros momentos complejos, como los “traspiés” de 1989 o 2001, que se iniciaron en una atmósfera muy similar a la actual.
Con preocupantes indicadores financieros, como el riesgo país o el precio del dólar, o el derrumbe de los bonos argentinos. A los cuales suelen sumarse los apocalípticos vaticinios de puntuales referentes del peronismo. Tanto en las épocas de Raúl Alfonsín como en los días de Fernando De la Rúa.
A ello debe agregarse otro factor: una fuerte debilidad presidencial, que supo darse en uno y otro caso. Y es lo mismo que ocurre ahora mismo con Alberto Fernández, carente de la mínima fortaleza institucional.
¿Por qué es relevante este punto? Porque uno de los tópicos que gravita en la economía, en cualquier lugar del mundo, es la confianza. Y cuando la ciudadanía carece de ella, empieza a hacer cosas locas, como las que se viven en estos días: por ejemplo, atesorar dólares escapando del peso, que no deja de perder valor.
Entretanto, Alberto Fernández observa con preocupación y no confía en nadie. Sospecha de todos. Incluso de aquellos agentes de inteligencia que le acercan incendiarios informes asegurándole que todo está a punto de estallar.
¿Es información real o lo “operan” psicológicamente para intentar quebrarlo? ¿Y Cristina Kirchner? ¿Por qué no dice nada de nada, ni siquiera trivialidades?
El presidente se siente solo y acorralado. No sabe con quién hablar o a quién creerle finalmente. ¿Sergio Massa es confiable acaso? ¿O Juan Manzur? ¿O Daniel Scioli? Alberto sabe que a sus espaldas se motorizan reuniones reservadas y se arman presuntas conspiraciones.
Imagina quiénes las encabezan, pero ¿hasta dónde llegan las complicidades? ¿Quiénes integran aquellas tertulias? Otra vez: ¿A quién preguntarle?
Nadie que en el pasado le mereció confianza le genera ahora mismo un mínimo de seguridad. “Me siento más solo que De la Rúa”, le dijo esta semana a uno de sus asesores, medio en broma, medio en serio.
La referencia no fue casual: el jefe de Estado siente que la situación del país se asemeja a aquella de 2001, no solo por lo que dicen presuntos analistas políticos, sino también por los informes de inteligencia ya comentados. Allí se habla de una palabra que lo inquieta: saqueos. Y son inminentes.
Es un tópico que empieza a asomar en el horizonte, no solo por las amenazas de Juan Grabois o Raúl Castells, sino por lo que empieza a discutirse en el seno íntimo de ciertos movimientos sociales radicalizados. Que han planteado la posibilidad de “atacar” grandes supermercados en los próximos días. Sin saber que están infiltrados por espías, que anotan todo lo que escuchan.
Alberto le ha planteado la inquietud a Aníbal Fernández, ministro de Seguridad y jefe de las principales fuerzas del país. Le pidió que elabore un plan que logre desactivar esa posibilidad, por remota que sea.
No obstante, lo aquejan varias dudas: ¿Cuántas personas estarán dispuestas realmente a animarse a salir a saquear? ¿Qué harán los movimientos sociales que lo acompañan ante tal situación, intentarán calmar las aguas o se sumarán a la movida? ¿Cuán preparadas están las fuerzas de seguridad para actuar ante esa eventualidad? ¿Podría repetirse lo sucedido a fines de 2001, cuya represión provocó muertos y heridos por doquier?
Demasiadas preguntas y ninguna respuesta. Apenas sí un viaje de Silvina Batakis para intentar lograr señales de respaldo del Fondo Monetario Internacional y del Tesoro de Estados Unidos. Una aspirina para un enfermo de cáncer.
En otro orden de cosas, en la Dirección Nacional de Aduanas han empezado a eyectar a reputados funcionarios de áreas estratégicas y empezaron a acomodar a los amigos, tanto del ex titular de esa dependencia, Ricardo Echegaray, como del actual, Guillermo Michel.
Todo indica que volverán los viejos curros, millonarios e ilegales. Los mismos que se pergeñaron en 2004, cuando Echegaray recaló allí. Automáticamente se desactivaron todos los controles y empezó el “viva la pepa”.
La historia vuelve a repetirse…
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