Cristina Kirchner se siente débil. De pronto ha despertado a la cruda realidad de la cual la mantenía alejada su propio círculo áulico y ha descubierto que la Argentina no es ni por asomo lo que le habían dicho insistentemente.
“¿Qué pasó que todos me amaban y ahora me odian?”, piensa Cristina al tiempo que descubre el desagrado que provoca en la sociedad cada vez que intenta avanzar en alguna iniciativa de cualquier tipo.
Las encuestas que leyó durante años, no tienen un solo viso de realidad, frente a lo que ven sus ojos. Los diarios hablan de una coyuntura que no se condice con lo que creía hasta ahora. Y la dominan fuertes ataques de depresión, una y otra vez.
Desaparece durante días, fines de semana enteros, pero es peor. El mero paso del tiempo no arregla nada. La solución, por lo visto, no es dejar pasar las cosas, sino tomar cartas en el asunto.
Es entonces cuando descubre que tiene dos opciones para encarar el problema: o hace un mea culpa e intenta corregir los vicios de su propio gobierno, o busca un chivo expiatorio a quien culpar por todo lo acaecido.
Y sin meditarlo demasiado, opta por la última opción. ¿Qué mejor que hablar de un golpe mediático-judicial-político de la derecha rancia de los años 70? ¿Quién se va a avivar que esos funestos personajes hoy son viejitos inoperantes?
“No puede fallar”, piensa confiada la mandataria. Y se lanza a ejecutar su plan, con el apoyo irrestricto de Néstor y su séquito de inútiles “funcionarios felpudo”.
Pero algo sale mal: la sociedad ya no le cree y ni siquiera salen a respaldarla sus propios ministros, salvo uno, Amado Boudou, quien hace piruetas para no ser eyectado de su cargo al frente de la cartera de Economía.
Tremendo papelón ha cometido este último por culpa de Cristina, a quien ha obligado a hablar de conspiraciones imposibles, de pactos entre jueces norteamericanos y políticos opositores vernáculos, la mayoría de los cuales en realidad no tiene una sola buena idea que caiga de sus cabezas.
Los sondeos de opinión juran que más del 80% de la gente no le cree y los mercados bursátiles se derrumban. Ya nadie confía en al pastor mentiroso, que abusó de las conspiraciones una y otra vez, llegando a acusar a un radioaficionado de ser parte de un golpe militar para matarla.
Cristina sigue como si nada, pasa frente a sus ministros y secretarios y estos agachan la cabeza. La vergüenza pesa en sus conciencias. ¿Cómo volver de esta ridícula situación?
“Hay que dialogar”, le susurran al oído a la mandataria, pero ella no está habituada. Es como si le pidieran que juegue al fútbol, algo que jamás ha hecho y no sabría cómo hacer ahora.
Y entonces ocurre lo de siempre: Cristina se encierra en su despacho, sólo habla con Néstor y con el secretario Carlos Chino Zanini. Nadie sabe de qué hablan, hasta que aparece alguna medida sorpresiva en los medios de comunicación de la cual nadie tenía información previa.
Todos se enterarán por la televisión, y no podrán hacer comentarios al respecto por no tener información para brindar.
Luego, la pareja presidencial irá a la Quinta de Olivos a seguir su rutina en el más estricto secreto. Con suerte, algún ministro de la talla del impresentable Aníbal Fernández será invitado a conocer cierto acto de gobierno que deberá defender a capa y espada, por más descabellado que sea.
Así pasa cada día en el seno del kirchnerismo, en una escalada de autismo que llevará más temprano que tarde a una implosión interna.
Néstor lo sabe y Cristina también. Y en caso de que suceda jamás se harán cargo, sólo atinarán a decir que fue parte de un golpe efectuado por parte de la derecha cavernícola.
Lo cierto es que, lo único que les interesa hoy es no perder el poder real, por temor a terminar con un traje a rayas, Cristina en una cárcel de mujeres, Néstor en una de hombres.
No es poco.
Christian Sanz