Los sentimientos son un reflejo puro de lo que sentimos por los demás. Esos sentimientos parecieran potenciarse en ciertas situaciones, ya sea cuando estamos alicaídos o cuando la persona a la que queremos se encuentra en alguna dificultad concreta.
Los amigos son el vértice de esas sensaciones que nos rozan el alma. Y ellos son muchas veces el gran y único sostén que nos ofrece la vida.
Si tuviera que hablar de un exponente en mi vida que se enmarca en lo que acabo de describir, tendría que hablar de Nicolás quien, aparte de ser mi hijo, es mi mejor amigo.
Como todo chico, Nico representa gran parte de la más inmaculada pureza espiritual. Y es que los niños no conocen de hipocresías ni de formalismos idiotas.
Es grandioso verlos en su particular ámbito de convivencia, haciendo lo que se les ocurre. Los chicos tienen sus propios códigos de comunicación y realmente respetan muchas de esas reglas. Ellos conocen de verdadera amistad y de saber perdonar a los demás.
Es increíble la importancia que le dan a las promesas de palabra que se dan entre sí. Y la manera en que asumen sus infantiles compromisos.
Nico siempre me dice que soy su mejor amigo. Y me hace muy bien. Al principio le costaba entender que podíamos ser amigos a pesar de nuestra condición de padre e hijo. Pero el tiempo nos hizo descubrir que no existe traba para nuestra amistad.
Nico, con su corta edad, me ha enseñado mucho más que yo a él sobre el valor de algunas cosas. Su sabiduría es inagotable. Y lo mejor de todo, es que él no lo sabe.
El tipo se enoja si me olvido de cumplir algo que le prometí y se ofende si le resto importancia a sus “grandes” proyectos de vida a futuro.
El tipo me enseña a cada minuto cómo se debe ser. No está enojado con nadie más de cinco minutos y sabe que nada puede ser tan grave como para no perdonar a quien tenemos enfrente.
Cada tanto, cuando se siente inseguro de nuestro vínculo, me pregunta: “¿No cierto que somos amigos, pá?”.
El sabe que no hace falta mi respuesta. Le muestro mi puño con el dedo gordo en alto y le digo que está todo bien. Nico entiende instantáneamente y hace el mismo gesto.
A veces le contesto con otra pregunta: “¿Sabés quién es mi mejor amigo?”. Y Nico me contesta sin dudar: “Soy yo”.
El sabe que eso es cierto, que es mi mejor y más grande amigo. Yo, en cambio, comparto el ser su mejor amigo con un tal Ariel que es su compañerito de colegio. No me molesta en lo absoluto.
Nico sabe fingir que está en problemas para que yo pueda entrar a buscarlo al pelotero de Mac Donalds y poder divertirnos los dos. El sabe que adoro jugar en esos lugares y me hace de compinche como el mejor de los amigos.
Es una rutina que ya no podemos utilizar en algunos lugares porque ya nos conocen. Pero siempre inventamos algo nuevo.
Y aunque no pueda entrar a jugar con él, yo me divierto mucho viéndolo jugar junto a sus hermanos. Y me pregunto en qué momento de la vida habremos perdido esa grandeza que tienen los chicos. En qué momento nos habremos puesto la máscara que ello no saben llevar.
Trato de recordar si fue de los cinco a los seis años, o de los ocho a los nueve. Realmente no me acuerdo.
Tampoco importa demasiado, solo sé que ya no está esa magia. Pero sueño con recuperarla alguna vez.
Tal vez porque sé que en algún lugar dentro mío conservo algo de mi niñez. Eso que me hace ser muchas veces un poco chiquilín.
Mientras tanto, sigo observando y aprendiendo de ese pequeño mundo. Que nos enseña que las cosas podrían ser mucho más simples de lo que son y que nos invita a volver a nuestras transparentes raíces.
Ese mundo que puede ser mejorado con el simple toque de un niño.
Ese niño que todos, sin duda, llevamos dentro.