Es increíble cómo el discurso puede más que los hechos a la hora de analizar el fenómeno que representa el kirchnerismo. No importan las alianzas con personajes de la talla de Carlos Menem, Raúl Monetta, Ramón Saadi y otros impresentables. Importa solamente su propia declamación sobre un supuesto progresismo que no es tal.
Puede reconocérsele al oficialismo una serie de (pocas) medidas que han sido novedosas y valientes, pero ello no justifica el saqueo que se ha llevado adelante en la Argentina en los últimos ocho años, ni la permisividad respecto al delito y el narcotráfico que muestra el Gobierno.
“Sos un gorila” suelen decir los más radicalizados activistas K frente a la denuncia de hechos de corrupción cometidos por los Kirchner, como si el señalamiento de un delito fuera cuestión opinable.
¿Sabrán esos mismos personajes —generalmente sectarios ellos— que el propio kirchnerismo es “gorila”? Néstor y Cristina han sido los mayores detractores de Juan D. Perón y del movimiento justicialista. Por caso, ellos siempre se han descripto a sí mismos como “superadores” de lo hecho por “El General” y han denostado la liturgia peronista toda vez que han podido.
Mal que les pese a sus seguidores, los Kirchner solo han utilizado esa simbología en momentos de debilidad electoral. A pesar de ello, jamás nadie se atrevería a decir que los Kirchner son “gorilas”.
Pero no es la única contradicción. Los Kirchner hablan de igualdad social mientras se enriquecen de manera descomunal, no solo gracias al robo de los fondos de Santa Cruz —jamás han aparecido ni aparecerán—, sino también merced a la especulación y el blanqueo de dinero.
Exigen que se conozca la identidad de los hijos de Ernestina Herrera de Noble —una vergonzosa historia que el Gobierno solo impulsó después de pelearse con Clarín—, pero esconden hijos no reconocidos por ellos mismos. Baste recordar el caso de Mariano Perrone, vástago nunca admitido por el fallecido Néstor Kirchner. Incluso el locuaz Aníbal Fernández esconde una heredera adolescente, producto de su “amor” con una funcionaria de su propia cartera.
¿Es coherente que alguien hable de derechos humanos y no se atreva a dar el apellido a su propio hijo? ¿Puede desvincularse una actitud de la vida privada del oficioso comportamiento público?
En la Argentina pareciera que todo está permitido: la hipocresía es moneda corriente en el comportamiento social. Entonces, ¿cómo reprochar a quienes gobiernan el país?
Por mentiras mucho menos graves, en naciones como Estados Unidos —que no es ejemplo de nada, se aclara—, han debido renunciar hasta presidentes. Allí se entiende que hay un vínculo directo entre la vida privada y el derrotero público.
“Si fulano de tal le miente a su propia familia, ¿por qué no va a hacer lo mismo con la sociedad toda?”, razonan con gran tino en esos países.
Sin embargo, en la Argentina todo está permitido. “Roban pero hacen”, es una frase claramente autóctona. Si ello se acepta con resignación, ¿cómo puede soñarse con un futuro mínimamente promisorio?
Es bien cierto que los políticos que ocuparon el poder de turno de las últimas décadas han llevado al país a la decadencia que hoy ostenta, pero también es verdad que la laxitud de la sociedad ha permitido que ello ocurriera.
Es una verdad incómoda, desde ya; aunque una verdad al fin.