“La gente generalmente confunde lo que leen en los periódicos con las noticias”. Abbott Liebling, periodista estadounidense.
Entenderlo no es nada complejo: el periodismo, si no es honesto, no es periodismo. La afirmación parece una verdad de Perogrullo, algo casi obvio, pero no lo es.
En estos días, la prensa vive uno de sus peores momentos, en varios aspectos y por varios motivos. En parte, es responsabilidad de los medios, en parte es potestad de los propios periodistas e, incluso, hay ciertos cuestionamientos que debe hacerse a puntuales empresarios vernáculos.
Pocas veces en la historia argentina se vivió el estado de confusión que hoy reina, donde, según el medio que uno lea, es la realidad que se vive. Los extremos más claros se perciben cuando se compara lo que publican diario Clarín y su némesis, Página/12.
Para uno, todo está mal, absolutamente todo. Para el otro, todo está perfectamente bien, al extremo. ¿Y la verdad dónde está? La realidad no está en un lugar ni en el otro, sino en el medio: ni todo está tan mal, ni todo está tan bien.
Hay una máxima que dice que “la información no nos pertenece”, sino a la sociedad. Ello obliga a los hombres de prensa a trabajar con el mayor cuidado posible, toda vez que manejan un intangible que no les es propio.
Sin embargo, ello no ocurre. La información hoy se compra y se vende, y los periodistas directamente se alquilan. Todo es transable, todo es comerciable.
¿Cómo puede el dinero comprar dignidades y voluntades? Es una pregunta a la que es difícil encontrarle respuesta. Quien decide ser periodista, lo hace por vocación, por pasión, por puro idealismo.
¿Dónde se pierde todo ello? ¿En qué momento? ¿Cuándo puede más lo material que los valores? Imposible saberlo.
Gobiernos y empresarios ofrecen dinero, y los periodistas lo aceptan, entrando en un juego peligroso que termina por erosionar, no solo su propia credibilidad, sino la de todos los hombres de prensa. Es un maldito vals en el que todos bailan por igual.
Los periodistas son culpables de que esto ocurra, pero también los medios donde estos trabajan. Allí es donde muere la esperanza de hacer periodismo independiente, justo cuando los intereses de las empresas colisionan con los ideales del hombre de prensa. Ello colabora para que el periodista se vaya corrompiendo. ¿Qué más queda por hacer si uno no puede trabajar en libertad?
Una cosa no justifica la otra. No obstante, esto le da al hombre de prensa la excusa perfecta para no sentirse culpable a la hora de aceptar prebendas. Ciertamente, sabe que actúa mal, contra su propia ética, pero poco le importa, porque cree que todos sus colegas hacen lo mismo. El sistema funciona a la perfección: unos ofrecen y otros aceptan. ¿La sociedad? Bien gracias.
Esta es la situación que atraviesa hoy al periodismo, donde lo único que reina es la confusión. No tiene que ver con ideologías o creencias, sino con el más puro mercantilismo.
Hay, sí, hombres de prensa que se manejan con honestidad, pero no alcanzan para revertir esta realidad, aún cuando numéricamente no son pocos.
Como puede verse, en el Día del Periodista, nada hay para festejar.
La prensa atraviesa uno de sus momentos más complicados, en diversos sentidos. No es la primera vez que sucede, aunque sí parece que, a diferencia del pasado, esta vez será más complicado superar la coyuntura.
Como sea, habrá que seguir insistiendo en la pelea, incluso cruzar los dedos. Tal vez incluso haya que apelar a aquel viejo refrán: “Lo último que se pierde es la esperanza”.