Son varios los factores que inciden en forma conjunta para que se produzcan resultados tan descabellados y vergonzosos como los que el mundo entero vio la noche en que la Argentina se coronó subcampeona en el mundial de fútbol de Brasil 2014. No es la intención de este artículo hacer un recuento exhaustivo de los mismos, pero sí por lo menos focalizarnos en los principales.
Las imágenes de la noche del domingo último en los alrededores del obelisco hablan por sí solas: patotas cobardes llenando de golpes despiadados a una persona tirada en el piso a unos metros de una policía inactiva, policías enviados a atajar pasivamente piedras y adoquines con sus cabezas y escudos, un camarógrafo robado, golpeado y pateado por hacer su trabajo, policías heridos, negocios destruidos y saqueados, simples transeúntes que quedaron en el medio de la anarquía, a merced de los delincuentes, etc.
No se trataba de la intervención de un territorio controlado por narcos, ni del desbaratamiento de una peligrosa banda delictiva, sino de un festejo en el epicentro de la capital argentina. Simplemente eso. La gente había ido a festejar. Y sin embargo ocurrió lo que ocurrió. No es posible que eso pase (y no es la primera vez que ocurre) por pura casualidad. No es normal, por más de que el Secretario de Seguridad Sergio Berni pretenda reducir el problema a la “actitud” de la Justicia para quitarse responsabilidades de encima y salvar el pellejo de Cristina Fernández, quien en un discurso del 30 de Julio de 2012 llegó a presentar a los barrabravas como una “maravilla” y un ejemplo de “estar vivo”, alegando que la solución a la violencia en el fútbol era “que los réferis cobren bien”. Varios errores se han cometido en forma recurrente a lo largo de la que fue bautizada por el periodista Jorge Lanata como la “década robada”, que no sólo hizo desaparecer buena parte del patrimonio económico de los argentinos, sino también del cultural e institucional.
Para empezar, lo primero que debe señalarse es una carencia absoluta de sentido común de parte de las autoridades, lo cual sólo puede explicarse en función de una ceguera ideológica. En el mundo entero, a partir de la teoría de las “ventanas rotas”, el enfoque de la seguridad pública ha girado en torno a la idea de romper con el clima y la cultura de la impunidad. Básicamente, lo que dice esa teoría es que si se permite la ruptura de una ventana y esa infracción menor queda sin sanción, vendrán infracciones cada vez mayores debido al clima de impunidad, que envía un mensaje de que no hay ley y de que todo está permitido. No se trata de imponer sanciones crueles o exageradas, sino razonables y efectivas, lo que implica también ser implacable con la corrupción y el abuso policiales. Este enfoque ha producido muy buenos resultados donde fue aplicado, desde Nueva York hasta Guayaquil, pasando por Bogotá. Es el mismo que inspira la “pacificación” de las favelas brasileñas.
Pero en la Argentina prima una visión totalmente opuesta, inspirada en Foucault (quien demoniza a las instituciones en general, incluidas policías, cárceles y comisarías, diciendo que son intrínsecamente opresivas) y Zaffaroni (quien desde la tranquilidad y comodidad de su escritorio afirma que la pena no sirve para nada). Los delincuentes son vistos como víctimas del sistema con los que hay que saber lidiar. Esto quiere decir: esconder la policía, que no aparezca; si aparece, que adopte una actitud pasiva, mostrándose a lo lejos y resistiendo la tentación de actuar; si actúa, que lo haga siempre con el menor grado de intervención que sea posible. Es decir, a la policía se la demoniza, se le quita autoridad, se la esconde y se la envía cobardemente a que exponga en demasía su integridad física en forma excesivamente pasiva, en vez de capacitarla, controlarla, jerarquizarla y valorarla por su arriesgado trabajo.
Otro factor insoslayable, donde se mezclan excusas ideológicas y lisa y llana corrupción, es la legitimación pública y el apañamiento de los barrabravas. La ideología posmarxista del gobierno argentino brinda excusas, victimizando a los delincuentes, pero es luego la corrupción y la excesiva concentración de poder del populismo lo que permite y alienta el uso político de los barrabravas, que se ha profundizado a lo largo de la década robada. Los barrabravas argentinos van a los mundiales con entradas oficiales de la AFA, como lo reconoció uno de ellos públicamente. Durante el mundial, los barrabravas detenidos y deportados en Brasil brindaban conferencias de prensa cual autoridades en la Argentina, casualmente adoptando el mismo discurso del gobierno consistente en echar la culpa por todas sus desgracias a los medios de comunicación. Hinchadas Unidas Argentinas, asociación de barrabravas motorizada por sectores del gobierno argentino, los provee de abogados, contactos políticos y logística para dotarse de impunidad.
Si los delincuentes llegan a ir a la cárcel, “Vatayón Militante”, también manejada por sectores del gobierno, les consigue beneficios y privilegios para que tengan un pasar más ameno por las instituciones penitenciarias, todo siempre a cambio de la incondicional lealtad política. De hecho, Vatayón Militante se autodefine como “una agrupación que apela a la alegría, al peronismo y al kirchnerismo para generar políticas dinámicas y divertidas, felices y de interacción con el pueblo”. Según confesó en Julio de 2012 el parricida Sergio Schoklender, ex apoderado de la asociación kirchnerista Madres de Plaza de Mayo, actualmente investigada por desvío de fondos públicos, “la idea es que, cuando estos muchachos salgan, vayan a las villas a seguir reclutando gente. Esto es peligroso, esto es la base de una banda armada y una fuerza de choque de los sectores marginales con consecuencias bastante complejas”.
Es decir, los barrabravas y los delincuentes en general jamás han gozado de tanta impunidad, de tan fuertes contactos con la política ni de tanta legitimación pública a través de asociaciones y discursos impulsados por el propio Estado. O sea que nunca se han sentido tan confiados, con tanta libertad y con tan bajo riesgo a la hora de delinquir, golpear, matar, robar, destruir.
Y esto nos lleva a otro factor, que es la cultura de la impunidad, la cultura de la patota, del abuso y de la violencia. El populismo se apropia del Estado en nombre de un “pueblo” que es interpretado en forma homogénea y excluyente, con lo cual el uso abusivo de ese Estado pasa a ser un derecho. De ahí para abajo, la cultura de la impunidad y de la patota se va expandiendo y consolidando en todos los niveles y ámbitos de la sociedad, desde las escuelas hasta los clubes de fútbol.
Como vemos, lo que ocurrió el domingo es complejo. Pero no porque sea difícil conocer una posible solución, sino porque se necesita terminar con un sistema de gobierno y de pensamiento para empezar a intentar cambiarlo. Seguramente una derrota del actual gobierno en las próximas elecciones sea un paso importante y necesario, pero los ciudadanos debemos saber que en todo caso será apenas un punto de partida y no una solución final y definitiva.
Rafael Micheletti
Seguir a @rafaemicheletti