Algunos cambios sorprendieron; otros no tanto. Ciertamente, Cristina Kirchner decidió hoy hacer un enroque de funcionarios que dará qué hablar: en primer lugar, Héctor Icazuriaga y Francisco Larcher presentaron su renuncia a la Secretaría de Inteligencia (ex SIDE). La titularidad de ese organismo estará a cargo de Oscar Parrilli.
La movida era esperada, pero no se sabía cuándo iba a suceder. No es ningún secreto el enojo que venía ostentando para con las figuras de Icazuriaga y Larcher, sobre todo después de que pifiaran algunos pronósticos vinculados al massismo y filtraran puntuales datos sobre la fortuna del kirchnerismo a puntuales medios de prensa críticos.
Ello explica por qué la presidenta le dio tanto poder al jefe del Ejército, César Milani, a quien le facilitó una suerte de secretaría de Inteligencia paralela y le asignó recursos millonarios.
Al mismo tiempo, al poner al frente de la SI a Parrilli, Cristina muestra su vocación de quitarle a ese organismo poder y entidad. Al mismo tiempo, deja expuesta su necesidad de tener a alguien de su entera confianza en el mismo lugar.
Es un gran error, y le costará muy caro a la jefa de Estado. Dentro de la SI conviven varias veintenas de agentes que mezclan dos tópicos explosivos: están disconformes con el trato que les dispensa el Gobierno y manejan información extremadamente sensible —y lesiva— respecto de los que hoy manejan los destinos del país.
En ese contexto, la designación de Aníbal Fernández solo servirá para echar más nafta al fuego ya existente. Es conocida la animosidad de los espías vernáculos respecto de la figura del otrora jefe de Gabinete y ahora nuevo secretario General de la Presidencia.
¿Darán a conocer los vínculos del ex senador con las drogas, como amenazaron ciertos agentes en su momento en caso de que este volviera a ocupar un cargo ejecutivo? Pase lo que pase, la guerra que viene será para alquilar balcones. Será una batalla de malos y más malos; los buenos no existen.
Como sea, Fernández será nuevamente la espada defensiva —y ofensiva— de Cristina, luego de haber sido “renunciado” a la jefatura de Gabinete en diciembre de 2011.
En ese contexto, el último cambio oficial corresponde a Juan Martín Mena, quien será el segundo de Parrilli en la SI, luego de haber recalado como subsecretario de Política Criminal del Ministerio de Justicia. Se trata de un viejo operador judicial, siempre a las órdenes del viceministro Julián Álvarez.
Como puede verse, avanza una peligrosa combinación: ¿Qué hará en la Secretaría de Inteligencia un hombre que maneja los legajos de los jueces Federales, esos que no casualmente hostigan al kirchnerismo?
La lectura del enroque que ha pergeñado Cristina es clara: busca blindar su propia figura, al tiempo que intenta dominar a los magistrados díscolos, siempre a través de la mejor herramienta que conoce, el espionaje y los carpetazos.
Si a esto se suma su avanzada sobre los medios críticos y su imposición de una penosa y diaria cadena nacional —que en verdad buscará silenciar a los noticieros de la noche—, no hay más que decir.
La presidenta quiere tener control total de lo que pase en lo que queda del último tramo de su gobierno.
Sin embargo, se equivoca en un punto neurálgico: su mayor problema no lo aportará el periodismo crítico; tampoco la oposición ni los jueces. Sus inconvenientes futuros los aportará lo más rancio del peronismo vernáculo.
Es el mismo PJ que puso a dedo a su marido en el sillón de Rivadavia en el año 2003.