Zulema llora, siempre llora. Cada vez que menciona la muerte de su hijo Carlitos Menem, rompe en un desconsolado llanto, un mar de lágrimas. No importa que hayan pasado ya 20 años.
Uno la mira y no sabe qué decirle, jamás. ¿Alcanza con darle el pésame? ¿Basta con decir que uno la acompaña en el sentimiento?
Dos décadas han pasado ya de la muerte del hijo del entonces presidente Carlos Menem y nada ha variado. El expediente judicial sigue inmóvil como siempre y las promesas de los sucesivos gobiernos de hacer algo al respecto, caen en saco roto. Una vez tras otra.
El dolor de Zulema es atendible, y su imposibilidad de superar la muerte de su hijo, conmueve. Sin embargo, hay algo más relevante, perturbador acaso. Si la muerte del hijo de un presidente en ejercicio no puede ser resuelta, ¿qué queda para el resto de los mortales?
Se podrá tener la peor valoración sobre el menemismo y sus años de corrupción, pero esto se trata de otra cuestión. Es un tema de justicia —injusticia, más bien— en el marco de un expediente que abunda en irregularidades y que la mismísima Corte Interamericana de Derechos Humanos ha calificado de “pésimamente instruido”.
Si ello no fuera suficiente, baste recordar que hubo 15 testigos clave que murieron en circunstancias increíbles, dignas de la mejor novela de Robert Ludlum. Supuestos robos donde los criminales no se llevan nada; suicidios de personas que juraban no querer quitarse la vida; accidentes de tránsito que no son tales; etc.
Quince muertes en ese contexto, que se contraponen a lo que les sucedió a quienes juraron que se trató de un accidente: nada. Aquellos que dijeron que Carlitos venía jugando en su helicóptero —algunos de esos testimonios se contradicen entre sí— gozan de muy buena salud. ¿Cómo se explica este punto, que supera todas las leyes del azar?
Si no fuera suficiente, baste recordar que existen dos peritajes irrefutables, uno hecho por la mismísima Gendarmería Nacional, donde se comprueba la existencia de impactos de bala en la aeronave.
Pero hay mucho más, demasiado. “Quien quiera ver, que vea”, bien podría decir algún peronista. La evidencia no es secreta ni permanece bajo siete llaves, está a la vista de quien quiera cotejarla.
Quienes tuvieron oportunidad de hacerlo, cambiaron radicalmente su punto de vista respecto de lo sucedido aquel 15 de marzo de 1995. Uno de ellos fue el propio Menem padre, quien insistió durante años y años con el cuento de que su hijo había sufrido un accidente y terminó reconociendo que fue víctima de un luctuoso atentado.
Se insiste, la prueba está, solo resta que el juez de San Nicolás, Carlos Villafuerte Ruzzo, deje de jugar a las escondidas. Lo hizo durante 20 años, sin piedad ni concesiones. ¿No sería hora de regalarle a Zulema lo que más calmaría su espíritu? ¿No llegó el momento de obsequiarle la más cruda verdad?
La muerte de Menem Junior es una materia pendiente que merece la sociedad toda, no solo Zulema. Es el eslabón que permitiría entender cómo la mafia se infiltró en el menemismo en los años 90 y avanzó en el tráfico de drogas y posterior lavado de dinero en el país.
Si se resuelve ese hecho, se podrá entender más cabalmente quienes y por qué atentaron contra la Embajada de Israel y la AMIA, cobrándose una venganza contra el entonces presidente Menem.
También se descubrirá cómo la política y los servicios de inteligencia locales permitieron que todo ello ocurriera.
Hay mucho en juego, como puede verse, y ello explica la reticencia de la justicia por avanzar en este expediente. Los intereses en juego son harto relevantes. Aún, a 20 años.
Como cada año, uno llamará a Zulema para acompañarla en su amargo pesar. Sin poder entender todavía porqué nadie se apiada de su devenir.
Uno cortará el teléfono, finalmente, con un áspero sabor en la boca. La usual sensación a nada. Pensando que nada cambió en la Argentina al pasar de los años y temiendo que nada cambiará en el futuro.
“Que Dios te bendiga, mamita”, dirá a uno Zulema, como siempre hace. Y de este lado, uno callará con vergüenza ajena.
Con el inevitable dolor de no saber qué responderle a esa madre maltratada con injusta insistencia.