El domingo por la noche, decidí hacer un experimento. En realidad, suena grandilocuente llamarlo así, fue una pequeña prueba referida a la tolerancia-intolerancia de la sociedad respecto de los temas en los cuales uno no opina como el “consenso”.
Lo único que hice fue lanzar un tuit mientras transcurría el programa de Jorge Lanata, manifestando que estaba decepcionado por lo que allí se mostraba. Aseguraba yo que no existía nada nuevo en el informe que mostraba el conductor de Periodismo Para Todos sobre el caso Nisman.
Ciertamente, sí había todo un hallazgo, ya que se mostró por primera vez el video de la inspección del departamento del fiscal especial del caso AMIA, fallecido el pasado 18 de enero. Fue lo único, ya que lo demás fueron comentarios aventurados por parte de Lanata que en el fondo jamás sustentó: por caso, dijo que César Milani estaba detrás de la muerte de Nisman y dijo que el informático Diego Lagomarsino era una suerte de agente de inteligencia del Ejército infiltrado en su entorno. ¿El sustento de esos dichos? Bien, gracias.
En ese contexto, lancé mi polémico tuit: “Pésimo el regreso de Lanata. El informe sobre Nisman afirma cosas que ya fueron refutadas. Qué pena”, sostuve en la red social.
De inmediato, me llovieron cientos —no exagero, cientos— de mensajes en Twitter que me insultaron de todas formas y colores. Descarto los que fueron respetuosos —los menos— y aquellos que coincidieron con mi apreciación negativa.
Pésimo el regreso de Lanata. El informe sobre Nisman afirma cosas que ya fueron refutadas. Qué pena
— Christian Sanz (@CeSanz1) junio 1, 2015
Los demás fueron solo insultos desproporcionados e injustificados, que llegaron incluso a las amenazas personales. Es bien cierto que esperaba algún tipo de reacción en ese sentido, pero no a semejante nivel. ¿Dónde quedó la libertad de opinión? ¿Por qué no se puede respetar al que piensa distinto, de un lado o del otro?
La grieta persiste, está claro, y pasará mucho tiempo antes de que empiecen a desdibujarse sus límites. Es lo que ha logrado el kirchnerismo y, en menor medida, grupos como el poderoso Clarín.
Ya no importa la verdad, sino los posicionamientos políticos —partidarios o no— que surjan a partir de lo que cuentan los medios. Ya no interesa que un funcionario sea corrupto o no, sino a qué fuerza política pertenece, ya sea para defenderlo o para defenestrarlo.
Es exactamente lo mismo que ocurre con el caso Nisman: pase lo que pase, en el imaginario social quedará siempre la idea de que el kirchnerismo mandó a matarlo. Decir lo contrario, o sugerirlo, es todo un sacrilegio.
Está claro que la justicia no actuó a la altura de las circunstancias, incluso que el gobierno se comportó de manera canalla al ensuciar la figura del fiscal ya muerto —yo mismo presenté una denuncia penal contra la presidenta de la Nación por obstruir el expediente—; sin embargo, ello no es prueba de que existiera un plan para cometer semejante crimen.
¿No sería absurdo que Cristina Kirchner decidiera liquidar a quien unas horas más tarde iba a denunciarla? Era el peor de los mundos para ella. Basta ver lo que hoy ocurre para comprobarlo.
Aclaro, como lo hice un millón de veces, que no descarto la posibilidad de que Nisman haya sido asesinado. No obstante, hasta ahora no existe una sola prueba científica que lo refrende. Todo lo contrario.
Especialistas de la talla del criminalista Raúl Torre y el médico forense Mariano Castex, son concluyentes en ese sentido. “No hay ningún elemento que sustente la hipótesis del homicidio, al menos por ahora todo conduce a que Nisman se suicidó”, dijo hoy Torre, alguien a quien jamás podría cuestionarse como profesional.
Hay muchos ejemplos más que podrían mencionarse, pero citaré solamente lo que publicó el periodista de Clarín Gerardo Young en su excelente libro “Código Stiuso”.
Allí, el colega —a quien no puede tildarse de “oficialista”— al final de su voluminosa obra llega a la misma conclusión: que el fiscal especial del caso AMIA no fue asesinado:
¿Por qué no matarlo (a Nisman) en la calle o de una manera más simple, en vez de simular un suicidio con todas las características de un suicidio, con las dificultades que eso supone?
(…) Otra frase de Conan Doyle: “La opción más simple suele ser la mejor opción”. Y la opción más simple no es el asesinato.
(…) Por qué no pensar que Nisman, en algún momento, ante tanta presión, ante el remolino de furia que lo esperaba, ante semejante escarnio público, en algún momento no sintió que finalmente era apenas una pieza menor de un juego gigantesco que no era el suyo. Porque Nisman era eso, una pieza menor de un gigantesco juego de otros.
No es mi intención discutir sobre la muerte de Nisman; a esta altura, tengo claras mis propias apreciaciones.
Solo me interesa avanzar para poder terminar, de una buena vez y por todas, con la maldita grieta, esa que no nos deja progresar como ciudadanos de una verdadera república.
No es poco.