Existe un dicho popular que reza: "El sentido común es el menos común de los sentidos", y en honor a la verdad, muchas veces es así; el sentido común, en ocasiones, falla.
Veamos, en primer lugar, qué es aplicar el sentido común. La aplicación del sentido común no es más que interpretar lo que nos dice el común denominador de las personas. Por supuesto, no existe ninguna forma de comprobar empíricamente lo que piensan, en promedio todas las personas, y además no estamos tratando una ciencia exacta, pero si podemos encontrar una respuesta satisfactoria aplicando la lógica, que según la Real Academia Española significa: “Todo aquello que es consecuencia de lo natural y legítimo”.
Voy a citar tres situaciones en las que apliqué el sentido común y ocurrió todo lo contrario.
La primera vez fue cuando después de haber padecido el desastroso gobierno peronista de 1973 a 1976, estaba convencido de que el peronismo se extinguiría. No solo no fue así, sino que además en las elecciones de 1983, de no haber sido por Herminio Iglesias, los peronistas hubiesen sido gobierno nuevamente. De hecho, desde entonces a la fecha fueron los justicialistas quienes más tiempo gobernaron. Evidentemente, me equivoqué.
La segunda ocasión fue cuando el 9 de noviembre de 1989 cayó el Muro de Berlín y posteriormente la ex Unión Soviética se disolvió quedando al desnudo el rotundo fracaso del comunismo. Realmente pensé que ya no habríamos de padecer ningún tipo de dictadura de izquierda. Obviamente, esto no solo no ocurrió, sino que además, todavía hoy existen defensores del comunismo por más que este haya fracasado sistemáticamente en todos los países donde se implementó.
Y la tercera vez fue cuando después de la crisis de 2001 la gente echó al gobierno de De La Rúa. Esa vez pensé que por fin habíamos madurado como pueblo, pero que además, los políticos habían aprendido la lección y que, a partir de ahí iban a gobernar de manera eficaz, mancomunada pero, principalmente, de forma honesta. No creo que sea necesario aclarar que también me equivoqué de lleno, ya que no solo quedó demostrado que los que vinieron luego fueron no solo los peores de la historia, sino también los más corruptos, superando ampliamente al menemismo.
Evidentemente, el sentido común —por lo menos a mí— me sigue traicionando. Esta vez la decepción fue con el papa Francisco.
Creí, como la inmensa mayoría de los argentinos —por no decir casi todos— que la designación del cardenal Bergoglio como máximo representante del catolicismo nos iba a favorecer, pero no es así.
No vale la pena enumerar la extensa lista de personajes que el papa recibió con una amplia sonrisa y el evidente desagrado con el Presidente Macri, pero si merece un comentario lo ocurrido con la reciente vista al Vaticano de Hebe de Bonafini.
Bonafini dijo, tras la reunión en Santa Marta, que le comentó al papa, entre otras cosas, que ninguno de los planes de Cristina Kirchner siguen adelante, que no hay ayuda a las embarazadas y que cerraron los comedores para pobres, además de decir que en cinco meses se perdió todo lo logrado en doce años de gobierno kirchnerista. Era de esperar que Hebe diga eso, y más, pero lo que es verdaderamente inadmisible es que la titular de Madres de Plaza de Mayo pudo decir lo que dijo gracias a que Francisco le haya armado un escenario, una plataforma internacional para que hablara y dijera todas estas infamias.
Pero la inentendible actitud de Bergoglio no termina aquí. Hace unas semanas tuvo un encuentro con las principales autoridades del Consejo Episcopal Latinoamericano, donde dijo que Argentina está en una situación parecida a Venezuela.
Si el papa cree que realmente la situación de Argentina es similar a la de Venezuela, o está empezando a padecer demencia senil o procede de muy mala fe, y si piensa que diciendo eso daña a Macri, está muy equivocado; daña terriblemente al país, no al gobierno de Cambiemos.
Evidentemente, la actitud del papa no condice con el sentido común, o por lo menos con lo que pensamos la inmensa mayoría de los argentinos, salvo los kirchneristas.