Parecía la “gran esperanza blanca”, el hombre que llegaba para remover el avispero del vetusto Vaticano, otrora cuna de grandes escándalos.
Bergoglio llegó allí con un rosario —nunca mejor dicho— de aparentes buenas intenciones.
Sin embargo, más temprano que tarde todo ello se derrumbó cual castillo de frágiles naipes. Las palabras quedaron en eso, palabras. Nada fue llevado a los hechos.
El que me lo hizo notar fue el abogado Carlos Lombardi, quien encierra el gran mérito de contener a las víctimas de pedofilia de la Iglesia Católica argentina.
“El papa Francisco dice una cosa y hace otra en el caso de los abusos; no ha cambiado una sola coma de los procedimientos que permiten que estos ocurran”, me dijo en el contexto de una entrevista.
A raíz de ese comentario, comencé a prestar mayor atención a los hechos de Bergoglio; no sus dichos, sino las cosas concretas que hizo hasta ahora. Salvo el tópico de su propia austeridad, que pudo verse al principio de su papado, Francisco no refrendó mucho más.
Por caso, en su última visita a México decidió evitar a las víctimas de abusos eclesiásticos. De más está decir que habían pedido encontrarse con él para hacer una suerte de catarsis.
Ergo… ¿de qué sirven sus palabras contra la pedofilia, si luego en los hechos se termina mostrando tan desaprensivo?
Francisco es hipócrita, así de simple. Propugna el famoso “haz lo que yo digo, pero no lo que yo hago”, dogma tan pernicioso como argento.
Gusta respaldar con su investidura a dictadores de toda talla, incluyendo al ecuatoriano Rafael Correa y el venezolano Nicolás Maduro. Disfruta regalando rosarios a personajes cuestionados como Milagro Sala —acusada de narcotráfico y asociación ilícita, ciertamente— y no pronuncia una sola palabra acerca de Leopoldo López, prisionero político del chavismo.
Eso sí, día por medio pronuncia hermosas homilías contra la corrupción, la codicia y el poder político, que solo quedan en palabras bien intencionadas. La realidad es que nada cambia por los dichos del papa, ni un ápice. Sus proclamas solo sirven para dar títulos a los diarios de todo el mundo. Cada vez menos, por cierto.
Para que no queden dudas respecto de su hipocresía, baste mencionar el caso argentino. Como se dijo, Francisco despotrica contra la corrupción y el dinero mal habido, pero respalda a Cristina Kirchner, quien justamente se ha enriquecido a la vera del poder y aún debe puntuales explicaciones a la Justicia por diversos hechos de peculado.
Se involucra incluso con uno de los hombres más cuestionados de la política vernácula, Guillermo Moreno, a quien le prologará un libro.
Y cuando le toca recibir a Mauricio Macri, lo hace de mala gana, en una audiencia brevísima y con una inequívoca mueca de desagrado. ¿Qué clase de mensaje brinda el pontífice cuando hace algo así? ¿No es un papelón que un papa argentino destrate de tal manera al presidente de su propio país de origen? ¿Cómo entender que le brinde mejor trato a un criminal como Vladimir Putin que a Macri?
Insisto: en los hechos, Francisco demostró ser un hipócrita. Me ha defraudado, no solo a mí sino también a muchos otros que confiaban en que haría la diferencia. Demostró que le gusta cobijar bajo su ala a los corruptos, a los cuestionados; y a los que merecen una chance, prefiere ignorarlos.
Por eso, ya que tanto le gusta citar al premio Nobel mexicano Octavio Paz, el papa debería recordar una de sus frases más célebres: “Dios existe. Y si no existe debería existir. Existe en cada uno de nosotros, como aspiración, como necesidad y, también como último fondo, intocable de nuestro ser”.