La minería es caca. Es tabú. Es mala palabra. No solo en Mendoza sino también en algunas otras provincias argentinas.
Ello aún cuando se ha probado científicamente que se puede impulsar de manera responsable y que la actividad aportaría los recursos que precisa la hoy deprimida economía local.
Tribuna de Periodistas reveló hace algunas semanas los detalles de la carpeta que el gobierno presentaría en Canadá —y finalmente lo hizo— y que revela el gran potencial de la provincia y el país a nivel minero.
A pesar de la contundencia de ese paper, poco y nada ha avanzado la discusión minera en Mendoza, en parte por el temor a los grupos ambientalistas; en parte por las limitaciones de la restrictiva ley 7722.
En ese contexto, en las últimas horas se filtró un “hallazgo”, que buscan aprovechar funcionarios del Ministerio de Energía y Minería que comanda Juan José Aranguren.
Se trata del “eslabón perdido”, del dato que podría ayudar a torcer la pulseada en favor de la minería en medio de la persistente discusión de “sordos” sobre la cuestión ad hoc.
Es el discurso que pronunció el entonces presidente de la Nación Ricardo Alfonsín el 9 de septiembre de 1985, ante la ante la asamblea del Organismo Latinoamericano de Minería (OLAMI).
Allí, el fallecido exmandatario planteó el panorama a nivel internacional: “Para muchos, la industria extractiva ha sido la principal fuente generadora de riquezas y trabajo. Para otros, tal el caso particular de la Argentina, la minería se ha presentado como una promesa de incalculable abundancia, pero que aún permanece enterrada en las entrañas del suelo”.
Para Alfonsín, las reservas de mineral disponibles en esos días permitirían a América Latina “satisfacer sus necesidades durante los próximos 100 años e incrementar la exportación de diversos minerales como hierro, cobre, estaño, niquel, litio, uranio y carbón”.
Por otra parte, nuevas exploraciones permitirían al país “incrementar las actuales reservas de plomo, cinc, tungsteno, plata, oro y platino, sin olvidar los minerales fertilizantes”.
El entonces jefe de Estado habló de esas “prodigiosas posibilidades” como las que “marcan nuestro compromiso con el impulso y crecimiento de la industria minera”.
Acto seguido, quizás pensando en la crisis que estaba por asolar a algunas provincias argentinas, planteó a la misma actividad “como la única alternativa válida para el desarrollo regional de áreas históricamente sumidas en el atraso y la pobreza”.
En ese marco, anunció: “Para tratar de revertir esa situación de atraso, estamos encarando la puesta en marcha de un Plan de Expansión Minera, que reserva un capitulo muy especial a la inversión externa en minería”.
Finalmente, Alfonsín anunció la decisión firme de su gobierno de garantizar la radicación de esas inversiones: “El capital externo encontrará en esta argentina democrática seguridad jurídica y garantías de razonable rentabilidad para desarrollar proyectos mineros de todo tipo. En todos los casos, la razonabilidad, la responsabilidad, la seriedad y por cierto el beneficio mutuo, serán los parámetros rectores de nuestras decisiones”.
Las palabras del “padre de la democracia” fueron anticipatorias de todo lo que vino después, lo que ocurre hoy mismo. Es como si se hubiera detenido el tiempo respecto al debate minero.
Y sorprende leerlas en retrospectivo, porque nadie se animó a tanto, ni siquiera dentro del radicalismo, donde abrevan muchos de los referentes de la antiminería, entre los que se destaca su propio hijo.
“Estamos en contra de la política minera tal cual está la ley de impresiones mineras, porque no es buena para el país desde el punto de vista económico, fiscal y ambiental”, argumentó Ricardo Alfonsín el pasado domingo en Comodoro Rivadavia.
¿Qué dirá ahora que han trascendido las palabras de su padre en sentido contrario? Se escuchan apuestas al respecto.