Alberto no logra sonreír. Lo intenta, sí, pero no puede. Apenas sí logra forzar una suerte de mueca en su rostro adusto.
Sus ojos tristes, siempre caídos, reflejan el por qué de su derrotero: hace 14 años su hija Paulina fue asesinada en Tucumán, terruño del cual es oriundo.
Tenía 23 años y un millón de sueños por delante. Uno de ellos, ser periodista. De hecho, estudiaba para ello.
Pero no pudo ser, porque el 26 de febrero del 2006 fue asesinada cruelmente, en el marco de una trama que aún hoy no termina de resolverse por completo. Sencillamente, porque allí aparecen involucrados los “hijos del poder”.
Refiere esa denominación a aquellos jóvenes que se creen impunes e intocables porque sus padres ostentan cargos de relevancia en el gobierno. Ergo, abusan de esa condición y avanzan en conocidas “fiestas negras”, en las cuales no faltan drogas, alcohol y abusos de todo tenor.
En el caso puntual de Paulina, ha habido sospechosos de alta gravitación como Eduardo di Lella, ex secretario de Seguridad tucumano; Hugo Sánchez, ex jefe de Policía; Nicolás Barrera, ex subjefe de la fuerza; Héctor Brito, ex jefe de la Unidad Regional Norte; y Waldino Rodríguez, ex policía de Raco.
No es todo: en el juicio quedó de manifiesto que Sergio Kaleñuk, hijo del secretario privado del ex gobernador José Alperovich, incurrió en numerosas contradicciones. Puntuales peritajes revelaron que durante la mañana en la cual fue asesinada Paulina se registraron varias llamadas de Kaleñuk con el secretario Di Lella y el subjefe policial Barrera, además de la custodia de Alperovich.
Hasta uno de los hijos del exgobernador fue investigado por el caso. Se trata de Daniel Alperovich, quien debió someterse a una prueba de ADN.
Tal ensalada de nombres conspiró contra el avance de la investigación y el surgimiento de la verdad. Porque así es Tucumán, un terruño donde gobiernan las mafias. Desde siempre. No importan allí los colores políticos. Todos son socios de todos.
Entonces, Alberto ha perdido la esperanza. Y, en consecuencia, ha perdido la sonrisa. Porque sabe que difícilmente el crimen de su hija Paulina se resuelva alguna vez.
No obstante, él sigue marchando en la emblemática Plaza Independencia de Tucumán. Justo enfrente de la gobernación local. Molestando a los poderosos, que siempre le temen. Y, lo más importante, jamás han podido comprarlo.
Nos encontramos en 2017, cuando fui a presentar mi libro sobre Susana Trimarco. Y le prometí que un día haría una investigación exhaustiva sobre la muerte de Paulina. Solo me dijo “gracias” y me abrazó. En un gesto que fue casi una tabla de salvación. Acaso su última chance de hacer conocer su verdad. Aquella que nadie parece querer escuchar.
Hoy volví a saludarlo, en el día del Padre, con las reservas del caso. Su respuesta me sorprendió: “Muchísimas gracias por su gesto que valoro y aprecio!!!”, me dijo.
Traté de imaginar su rostro a la distancia. Con esa mueca que nunca logrará ser una sonrisa. Y volví a prometerme —y prometerle— aquello que le dije en 2017: avanzar en un libro sobre la tragedia imposible que debió vivir su hija.
Será la única manera de darle algo de paz a su alma.
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