La Agencia Federal de Inteligencia (AFI) cambió de nombre hace una década, pero jamás modificó sus costumbres. Otrora se llamaba Secretaría de Inteligencia del Estado (SIDE) y hacía el mismo trabajo sucio que suele motorizar en estas horas.
Lo viví en persona en 1997 por primera vez, cuando decidí meter mi nariz de sabueso en torno de la muerte del hijo de Carlos Menem, sucedida el 15 de marzo de 1995.
Ello derivó en el tercero de mis 12 libros, “Maten al hijo del presidente”, publicado por editorial Galerna en el año 1999. Fue mi mayor éxito editorial, dicho sea de paso.
Para Menem era un gran dolor de cabeza, porque él quería imponer que su vástago había muerto de manera accidental, acaso para no enervar a aquellos a los que había traicionado y que decidieron liquidar a su hijo.
Años más tarde, en 2007, se lo reconoció a Susana Giménez. Allí mismo admitió que no se trababa de ningún accidente, sino de un atentado, que podía verificarse por los balazos que se veían en el fuselaje del helicóptero piloteado por Carlitos Menem.
Pero 10 años antes no decía lo mismo, y mi investigación complicaba sus planes. Por eso, impulsó que me espiaran desde la SIDE, en busca de algún elemento indecoroso que permitiera convencerme de no publicar mi libro.
Al no conseguir nada de ello, un funcionario a las órdenes de Alberto Kohan, entonces secretario General de la Presidencia, me visitó para tratar de desactivar mis intenciones de avanzar en mi obra.
El hombre en cuestión es Juan Carlos Cobas, quien llegó acompañado por una valija cargada de dinero. En ese encuentro, el entonces funcionario menemista me reveló los detalles del espionaje que me habían hecho y me mostró algunos documentos de la “carpeta” que me habían armado. Obviamente, no había nada indecoroso en mi contra.
Una situación similar me tocó en suerte 10 años más tarde, en 2008, luego de ocurrido el triple crimen de General Rodríguez. Yo había sido el único periodista que había logrado entrevistar a Sebastián Forza, tres meses antes de ser acribillado a balazos.
Ello me permitió hacer una serie de notas periodísticas que dejaron expuesto a Aníbal Fernández y sus hombres detrás de lo sucedido. La grabación de la entrevista con Forza fue un documento fundamental al respecto.
Sin embargo, ello me valió que el incombustible Aníbal me denunciara por calumnias e injurias. Ya le había ganado otro juicio años antes y este tuvo el mismo destino: le volví a ganar.
También me valió un nuevo espionaje de la entonces SIDE, que buscaba saber quién o quiénes me proveían de información sobre el triple asesinato de marras. Ello quedó de manifiesto por decisión de la jueza María Romilda Servini en una resolución judicial. Y dejó expuestas a mis fuentes de información.
En 2017 llegaría la tercera intrusión sobre mi persona, ahora por parte de la renombrada AFI. En este caso, quien mandó a espiarme fue Mauricio Macri, tras haber revelado que era dueño de una empresa off shore llamada Kagemusha. Nuevamente, se buscaba conocer quiénes eran los que me daban los datos que yo iba publicando.
El cuarto caso de espionaje que me tocó vivir es el que explotó esta semana, que quedó expuesto por el seguimiento que el kirchnerismo refrendó sobre los jueces que complican a Cristina Kirchner en diversas causas judiciales.
Admito que en esta oportunidad me enteré por diarios como Clarín, La Nación y otros, que publicaron el listado de media docena de periodistas espiados por la AFI. Allí estaba yo. De nuevo.
Ciertamente, sospechaba que algo raro ocurría porque mi teléfono hacía ruidos raros y me aparecían como “leídas” algunas conversaciones con fuentes reservadas.
También me pareció advertir hace unos meses, en un fugaz viaje a Buenos Aires, que alguien me seguía a sol y a sombra. Pensé que era alguna especie de “loquito”. Pero se ve que me equivoqué.
A esta altura, mi preocupación no refiere a lo que puedan encontrar sobre mi persona, porque no hago nada que esté fuera de la ley ni reñido con la ética. Sí me inquieta que los servicios de inteligencia se dediquen a hacer espionaje interno, lo cual está prohibido por ley.
Su labor debe estar abocada a prevenir hechos de conmoción social, no a perseguir al ciudadano de a pie. Y ni siquiera sirven para ello, porque no pudieron anticipar los atentados en Buenos Aires. Ni por asomo.
Lo más triste es que nada cambiará en el futuro inmediato. De hecho, ningún funcionario ha renunciado aún y pareciera que nadie defeccionará finalmente por lo ocurrido. Porque asì es la Argentina, donde nuevos escàndalos tapan a los anteriores.
Nada que deba sorprender, ya lo dijo Joan Manuel Serrat: “Nunca es triste la verdad, lo que no tiene es remedio”.