La palabra “calle” tiene un indudable impacto en los peronistas. Se trata de una especie de simbiosis mágica. De un idilio.
Por “calle” no entienden simplemente una arteria por donde circulan vehículos y personas: la “calle” es el campo de batalla, es el lugar donde debe dirimirse el poder.
Nunca el peronismo creyó en los mecanismos institucionales de la democracia constitucional occidental para dirimir el derecho temporal de la administración del país. Tampoco -claro está- que lo que se devela según el resultado de esas contiendas sea la “administración del país”. Lo que está en juego es la “propiedad” del país y ese derecho real se resuelve en la “calle” no en las urnas ni en el seno de unas instituciones que fueron ideadas, justamente, por el enemigo, por los “contreras”.
La calle es el campo de batalla, el lugar donde se miden las fuerzas.
“Ganar la calle” -uno de los giros lingüísticos preferidos de Perón- es un objetivo táctico militar. No en vano el peronismo es un movimiento militar. “Ganar la calle” se asemeja a establecer “cabeceras de playa”; puestos estratégicos que supongan una avanzada sobre el enemigo y una minusvalía para el adversario.
La victoria en la calle otorga su propiedad: la calle les pertenece a ellos, no al enemigo; ellos dicen que puede ocurrir o no en la calle; ellos son los que permiten que alguien circule o no por la calle… Ellos son los dueños de la calle.
La apelación a la violencia (y su efectivo uso sin tapujos) o la amenaza directa para extorsionar por el miedo, es, lógicamente, una metodología que viene como adición “normal” al objetivo de “ganar la calle”.
Perón fue el primer maestro en el arte de entrenar el odio de ese salvajismo. Desde contar experiencias personales sobre cómo “ganó la calle” cuando con un grupo de 500 hombres salió “a romper cabezas, vidrieras y todo lo que encontraron” con palos con clavos en las puntas que les había preparado el sindicato de madereros, hasta estimular a que algunos argentinos salieran a “darle leña” a otros argentinos, el General prácticamente no dejó nada en el repertorio del rencor para imponer la violencia como método para conseguir fines políticos (que él asimilaba a los objetivos militares).
En ese marco, el jefe de la CGT, Héctor Daer tuvo una rutilante aparición esta semana en el más rancio estilo peronista.
Para ellos la extorsión violenta forma parte de su mismísimo ADN, de modo que la emplean con la más absoluta naturalidad. Daer advirtió a todos aquellos legisladores que aprobaran las reformas que propone el Presidente que “no podrán caminar por la calle”. De nuevo la calle; la calle es de ellos… Ellos deciden quienes pueden o no caminar.
Lo interesante sería saber qué abanico de violencias tiene en mente Daer aplicar para castigar a quienes voten las leyes.
¿Serán los palos con clavos de Perón? ¿O la “leña”, tal vez? ¿O tal vez hacer caer a 5 que voten a favor por cada uno que vote en contra? ¿O no parar hasta que “cada ladrillo” del Congreso “sea peronista”? No se sabe.
Pero lo que sí se sabe es que la inveterada violencia peronista pretende seguir reemplazando el voto del pueblo o la opinión de los representantes que el pueblo votó.
El peronismo hace una utilización doble del pueblo: cuando gana las elecciones, obviamente el pueblo son ellos: aunque hayan ganado por escaso margen, ellos son el pueblo todo. Cuando pierden las elecciones, aunque sea por un amplio margen (como fue el caso de la última), el pueblo siguen siendo ellos porque el pueblo no son los ciudadanos que votan sino los afiliados de los sindicatos.
En este sentido es muy sugestiva la “reflexión” (si esa palabra cabe cuando hablamos de “El Salvaje”) que deslizó Pablo Moyano luego de las elecciones del 19 de noviembre: “A él (por MIlei) lo eligieron para que gobierne, a nosotros, los trabajadores nos eligieron para que los defendamos”, como si Milei hubiera ganado sin el voto de los trabajadores, o como si Moyano hubiera tenido acceso al desmenuzamiento clasista del voto a Milei, o como si los “elegidos” para manejar un sindicato tuvieran una especie de poder paralelo válido en una democracia y valuado con la misma jerarquía con la que se valúa el voto en las elecciones generales.
¿Hasta cuándo la Argentina seguirá siendo rehén de esta barbarie? ¿Hay algo en la “personalidad” nacional que, en el fondo, hace compatible las costumbres peronistas con las costumbres argentinas? ¿La Argentina era peronista antes de Perón? ¿Fue Perón la causa o el efecto de la tiranía?
Todas preguntas que plantean interrogantes de fondo sobre la identidad del país.
Desde su nacimiento la Argentina tuvo una particular relación con la violencia. En especial con la violencia política. El matonismo siempre estuvo a la orden del día en el país. ¿No era Rosas peronista acaso? ¿No era “La Mazorca” la “Triple A” de López Rega?
¿Qué recóndito pliegue de rencor guarda el alma de un país que, por el otro lado, se declara “humanista”, “cálido” y “sensible”? ¿Será que sólo lo es para los propios, algo así como “para el amigo, todo; para el enemigo, ni justicia”, otro clásico del cancionero peronista?
¿Quién fue primero? ¿El huevo o la gallina? ¿La violencia generó al peronismo o el peronismo generó la violencia? Tampoco se sabe con certeza.
Lo que sí se sabe es que en la Argentina moderna hay un solo sector político (aparte de la izquierda, claro está, que nunca tuvo otro repertorio) que está conscientemente dispuesto a hacer un uso desenmascarado de la violencia institucional, social y física. Y ese sector es el peronismo.
Qué margen de acción tendrá esa táctica solo lo sabe el resto de la sociedad. De su paciencia depende que esta banda de patoteros siga sacando rédito de una práctica que aparentemente todos repudian, pero que hasta ahora le ha sido sustancialmente útil al movimiento creado por el General.