El día que falleció mi abuela llovía muchísimo. Nunca había visto llover de tal manera. O tal vez nunca le había prestado tanta atención a la lluvia como aquella vez.
Parecía que se acababa el mundo… Para mí, por lo menos, eso estaba sucediendo justamente.
Hubiera querido no tener que atender esa llamada. Hubiera querido no estar ahí.
Hubiera querido no estar en ningún lado...
Recuerdo momentos aislados de ese día. Pero la mayor parte no la recuerdo realmente. No se ni como llegué a mi casa aquella vez.
Sólo sé que llovía mucho y, para acompañar el momento, la radio pasaba un tema de Phill Collins llamado Desearía que lloviese.
Nunca le había prestado atención a la letra hasta esa vez. Y entonces sentí que había sido especialmente dedicado a mi magro momento.
Al igual que las palabras de Phill Collins, yo quería que se acabara todo. Que el mundo no siguiera girando ya. Fue el peor día de mi vida. Parte de mi se fue con mi querida Esther. Y se que nunca volví a ser el mismo, aunque me quiera convencer de lo contrario.
Hablar de Esther es hablar de anécdotas improbables, de sencillez humana, de aprendizaje contínuo, de anacronismo generacional.
Esther siempre me habló de cosas que no entendía. Cosas que recién ahora, luego de tantos años de vida, empiezo a discernir.
Ella no sabía quien corno era Aristóteles, pero hablaba de ética con palabras dignas del notable filósofo.
La primera Coca Cola que tomé fue un preparado de Esther. Ella estaba segura de que su fórmula era la misma que la de la gaseosa genuina.
Nosotros tomábamos esa rara mezcla de café, limón —y otras cosas que no recuerdo— con cara de improvisada satisfacción. Y debo confesar que, con el paso de los años, el preparado me ha llegado a gustar realmente.
Esther bailaba tango conmigo cada mañana. Con una imperfección imposible, pero con un amor extremo. Y cantaba en inglés con una improvisación particularmente graciosa.
Ella siempre me decía que no debía preocuparme por nada, que todo tiene solución menos la muerte. Y no se equivocaba. Como casi nunca lo hacía.
Esther carga con el tremendo mérito de haberme soportado tantos interminables años. Nunca podré olvidar la cantidad de veces que tuvo que ir a hablar al colegio para que no me echaran cuando iba a la primaria.
"Es un buen chico", le decía a la directora, mientras me guiñaba uno de sus hermosos ojos celestes.
Y siempre conseguía que me dieran una oportunidad más. Y yo siempre le prometía portarme bien. Y ella siempre volvía a la misma oficina húmeda de la misma directora a decirle las mismas palabras de disculpas.
La mejor bicicleta que tuve me la regaló Esther. Era una bicicleta verde, marca Sota. Ella siempre me aseguró que era un regalo de los Reyes Magos. Y lo decía con tal insistencia que casi me lo creía.
Yo siempre supe cuánto le había costado comprar esa bicicleta. A ella no le sobraba el dinero y muchas veces le costaba darme todo lo que me daba.
Creo que Esther nunca supo el valor de todo lo que me ha dado. Alguna de las pocas virtudes que tengo se las debo a ella.
A veces me descubro a mi mismo diciendo las mismas cosas que solía recitarme Esther. Muchas de ellas, las he volcado en mis casuales reflexiones, casi sin quererlo.
Hoy en día, como tal vez nos sucede a todos, lamento no haberle dicho tantas cosas que sentía por ella. Realmente es algo que siempre me costó, casi tanto como decirle "abuela".
Luego de eso, sólo me ha quedado la certeza de nueve o diez cosas acerca de la vida. Una de ellas es que una parte de mi se murió luego de que mi abuela partió.
Sé que las calles de Villa del Parque no son las mismas que eran. Que la plaza ya no tiene tantas flores y que los carnavales ya no tienen sentido de ser.
También que el cine Parque dejó de existir en el mismo acto, que el kioskero de la esquina perdió toda simpatía para mi y que la señora que vende pochoclo en la plaza ya no tiene emotividad alguna.
Se que la vida representa mucho más que eso, pero no me interesa demasiado. Sólo se que alguien —no se quién— me quitó algo que no merecía perder. Algo de lo poco que tenía y que necesitaba más que nunca.
Esther se fue en el peor momento de mi vida, cuando perdí a mi familia. Cuando el destino me dio la espalda por completo.
Y la vida fue cruel conmigo. Inmerecidamente cruel. Perdí miles de horas de mi vida pensando porqué me había sucedido eso a mi. Perdí tiempo buscando un esquivo por qué.
Y fue entonces que me di cuenta que no tenía ningún sentido la pregunta. Lo que importa es que eso me ha sucedido, el porqué sucedió no cambiará las cosas. Lamentablemente no lo hará.
Me impresiona pensar en la muerte. Es difícil de aceptar que, de golpe, uno deja de tener contacto con quien solía tener un fuerte vínculo. Es difícil pensar que uno ya no podrá abrazar a esa querida persona como solía hacerlo. Es inconcebible. Es indigerible.
Y es duro hablar sobre este tipo de cosas. Generalmente tratamos de no hablar de ciertos temas pensando que al no nombrarlos no suceden. El hambre en el mundo, la miseria, la muerte. Creemos que si no pensamos en esas cosas, no existen. Sólo existe lo que queremos que exista.
Es por eso que cuando cosas como esta nos suceden a nosotros, nos golpean por demás. Es virtualmente imposible explicar los sentimientos y las sensaciones. Es imposible explicar con la cabeza lo que siente el corazón. Es imposible describir cómo es amar. Es imposible explicar cómo es el dolor del alma.
Lo único cierto es que nunca volveré a ser el mismo. Es algo contra lo que no puedo pelear. Mis brazos flaquean y el destino me desconcierta. Todos dicen incoherencias y realmente nadie se pone de acuerdo.
Y todo eso me lleva a escuchar cada vez menos a los demás. Y siento que me voy aislando del mundo. Cada vez más. En franca decadencia contra mi mismo. Metiéndome cada vez más en mi propio yo.
Hoy el cielo está despejado, luego de interminables días de frío. El celeste del cielo es casi igual al color de los ojos de mi querida Esther. Como si ella me estuviera mirando desde algún lugar del firmamento.
Como si volviera a guiñarme un ojo, mientras me asegura que siga así… que soy un "buen chico".