"Antes era lindo Chile". La frase intenta resumir demasiado. Y no lo logra. Me la dice una mujer, pequeñísima, ya entrada en años y con sus ojos llorosos. Trata de explicarme, en vano, la locura que vive su país en estas horas.
Intuye que soy un turista, que va sacando fotos por aquí y por allá, mientras camino por las desgarradas calles de Santiago. Pero no, soy periodista. Y se lo menciono: "He venido enviado por diario Mendoza Post".
La mujer cambia su actitud, se pone menos sentimental y seca sus lágrimas. "Tienen razón los que protestan, pero no tienen razón en la manera que lo hacen", me dice. "¿Y qué reclaman?", pregunto. "Más igualdad, que el uno por ciento de la población no se quede con todo lo que producimos los demás".
Es curioso, porque un rato antes, otro hombre, también mayor, me había jurado que los que protestan y destrozan todo son solo en 1% de los chilenos. "Se hacen sentir, sí, pero son unos pocos", me refirió.
O sea... el 1% protesta contra otro 1%. Paradojas aparte.
Voy caminando por la avenida Libertador Bernardo O'Higgins, camino a la Plaza Baquedano, más popularmente referida como "Plaza Italia" por los medios internacionales. Tal el nombre que tenía antes de que, en 1928, se lo cambiaran.
No es casual que allí sea la base de todas las manifestaciones y protestas: es el límite exacto entre el Chile de los pudientes y el de los que ostentan menos recursos.
Allí mismo, por caso, O´Higgins pasa a llamarse Av. Providencia. Todo un símbolo.
Los enfrentamientos entre manifestantes y policías son justo en ese epicentro, más bien a una cuadra, en calle Vicuña Mackenna.
Ese punto exacto, es la postal de la guerra. Por un lado, cientos y cientos de activistas que se nutren de piedras e improvisadas hondas; por el otro, un puñado de carabineros que no se anima a avanzar.
"Dale, concha'e tu madre", gritan a coro los manifestantes, con sus caras tapadas y, en unos pocos casos, con máscaras de gas.
Saben que, en un rato, empezarán a arrojarles gases lacrimógenos, sin previo aviso.
Acaso por ello es que se apuran a arrojar más y más rocas, nacidas del mismísimo asfalto.
"Dale, concha'e tu madre", arengan a los uniformados, a los que desafían casi cara a cara.
"Guardá el celular, weón", me dice uno de ellos. "No se puede filmar", me advierte.
Me corro y sigo filmando, porque a eso vine, es mi trabajo.
"¿Por qué protestan?", le preguntó a uno de los jóvenes, quien me responde mientras acurruca piedras entre sus brazos.
"Nos han cagao... nos han cagao con las AFP, con el nepotismo, con los peajes, los sueldazos de los legisladores que no sirven para nada, los contratos de trabajo precarios, Piñera que no renuncia", me detalla, casi sin respirar. A la vista, puede verse que se trata de alguien muy preparado a nivel intelectual. Sabe de lo que habla.
Muchos de los que protestan son pibes tan jóvenes como informados, que pueden explicar claramente las desigualdades de Chile. Les cuesta justificar la violencia, pero no lo necesitan, porque nadie se los pregunta.
Si hubiera que definir en una palabra lo que los motiva, es el hartazgo. Porque no se trata de personas que han callado hasta ahora y decidieron salir a romper todo. No. Ya venían reclamando, sin que nadie les diera importancia.
"¿Quién los lidera?", le pregunto a uno de ellos, quien no deja de tirar piedras mientras me responde. "Nadie nos lidera. Son todos lo mismo, unos ladrones", me cuenta.
Insisto: "¿Todos? ¿Hasta Camila Vallejos?". Ahí sí, el activista deja de arrojar piedras y me clava la mirada: "Esa... esa es una canalla, vendida. Le regalaron una licitación millonaria a su padre para calefaccionar el Palacio de la Moneda".
Parezco un extraño en medio de tanta locura y destrozos. Porque estoy allí parado, tranquilo, mientras todos gritan y tiran piedras. Solo quiero entender. ¿Por qué tanta furia? ¿De qué sirve la innecesaria violencia?
Le pregunto a una chica, cuya cara tapada intento adivinar: "¿Pero acaso no han logrado que se reforme la Constitución?".
"Eso es una mentira, lo hicieron para ganar tiempo", me dice. Y agrega, antes de que pueda preguntar: "Hasta que se empiece a discutir va a pasar mucho tiempo, hay muchos pasos previos. Y Piñera logrará terminar su mandato bien tranquilito".
Persisto en interrogar: "¿Destacás algún mandatario chileno que haya valido la pena anteriormente, Lagos, Frei, la propia Bachellet?".
La chica sonríe de costado y me mira como compadeciéndose de mi inocencia: "Son todos unos ladrones, todos se pusieron de acuerdo para jodernos con la AFP, le regalaron los servicios a multinacionales extranjeras, hicieron negocios familiares y se llenaron de plata".
Quiero seguir preguntando, pero no puedo. La turba se va poniendo cada vez más espesa y la situación se violenta. Los que protestan cortan las calles y advierten a los automovilistas que se desvíen. Porque en breve esa será la sucursal del Líbano. Por caso, empiezan los incendios y ya no hay forma de parar la locura.
La chica ya no me escucha, aunque trato de preguntarle a los gritos. Todo queda tapado por un solo grito, siempre a los carabineros: "Dale, concha'e tu madre".