Hace un rato nomás, la jueza federal María Eugenia Capuchetti decidió rechazar un pedido para reabrir la investigación por supuesto enriquecimiento ilícito contra Cristina Kirchner.
La solicitud había sido hecha por la Unidad de Información Financiera (UIF) en tiempos del macrismo, en el marco del expediente por enriquecimiento ilícito que supo involucrar a la hoy vicepresidenta y su entonces marido Néstor.
Esa causa judicial fue cerrada en 2009 de manera irregular por parte del exjuez Norberto Oyarbide, quien decidió omitir las gruesas inconsistencias en las declaraciones juradas del matrimonio e incluso aceptó como perito “oficial” al contador de los K, Víctor Manzanares.
Este último reconocería años más tarde ante la Justicia que Oyarbide recibió ocho millones de dólares a cambio de sobreseer a Néstor y Cristina.
Ello fue lo que motivó a la UIF a pedir la reapertura del expediente de marras, basándose en una figura novedosa que empezó a aplicarse en países del primer mundo: la “cosa juzgada irrita” o “fraudulenta”.
Refiere a aquellos procesos en los que no se han respetado las reglas del debido proceso o cuando los jueces no obraron con independencia e imparcialidad. Es justo el caso descripto aquí.
La magistrada Capuchetti tuvo en sus manos la posibilidad de hacer historia, pero la dejó escapar. No se trataba de condenar a Cristina, sino de volver a analizar un expediente que está plagado de irregularidades, independientemente de los resultados a los que se arribara eventualmente.
Hubiera sido un paso firme en favor del republicanismo, tan necesario en la desvencijada Argentina de hoy.
A su vez, hubiera oficiado como antecedente jurídico de relevante elocuencia. Habría sido un “antes y un después” en la Justicia Federal argentina.
Pero no podrá ser. Porque ya hace mucho que Argentina no es una república. No es potestad del kirchnerismo, ni del macrismo, sino de los gobiernos de los últimos 30 años. Todos ellos.
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