El fenómeno no es nuevo ni novedoso. Se percibe en Mendoza desde al menos los últimos 15 años. Refiere a la anomia que se percibe de manera persistente y sostenida en la provincia.
Se trata de un fenómeno que define muy bien el diccionario: “Estado de desorganización social o aislamiento del individuo como consecuencia de la falta o la incongruencia de las normas sociales”.
Poco a poco, el Estado fue abandonando su presencia en lugares esenciales de la sociedad. A nivel educativo, en lo social y, sobre todo, en lo que refiere a la seguridad.
Ello derivó en lo obvio: esos sitios, que fueron quedando vacíos, empezaron a ser ocupados por otros actores sociales, muchos de ellos dedicados a actividades ilícitas. Principalmente el crimen organizado y el narcotráfico.
Es el germen de lo que puede verse en Rosario, una semilla que arrancó allá lejos y hace tiempo, casi de manera imperceptible. Que fue copando todo a su paso, merced a la compra de voluntades políticas, judiciales y policiales. Y derivó en que los capitostes de la droga se volvieran dueños y señores del lugar.
¿Es la proyección de lo que le espera a Mendoza? Imposible saberlo aún, pero bien podría ocurrir, porque lo que se vive hoy a nivel local es calcado a aquellos idus rosarinos, que empezaron con pequeños hechos aislados de presunta inseguridad.
Una postal bien gráfica de lo que empieza a ocurrir en la provincia es lo ocurrido con las cuevas Stefano Canella, donde aparecen lazos firmes entre políticos —radicales, peronistas y de los otros—, ostentosos empresarios y barrabravas. Allí asoman claramente los delitos de tráfico de drogas y posterior lavado de dinero.
Pero no es la única derivación o consecuencia de la anomia referida: en Mendoza, la ausencia del Estado puede verse por doquier. En la falta de respuestas oficiales a la hora de hacer trámites de diversa índole, la carencia de normas de convivencia mínimas e incluso el “abandono” de la vía pública.
Esto último se traduce en el caos que se deja ver hoy en día en la provincia, con automovilistas que estacionan en las veredas, ocupan impunemente rampas para discapacitados e incluso dejan sus autos en doble fila para buscar a sus hijos. Ello ante la mirada impávida de los preventores, que refrendan con su presencia la ilegalidad manifiesta.
Porque, hay que decirlo, todo lo antedicho viola la ley provincial de tránsito, que se ha convertido en “papel pintado” y no sirve para nada.
Y así como aquella norma va perdiendo vigencia por el desapego ciudadano, lo mismo empieza a suceder con otras leyes similares. Es obvio: cuando no se cumplen las normas —cuando nadie las hace cumplir, en realidad—. avanza la desobediencia civil. Una cosa de manera inversamente proporcional a la otra.
La culpa, como se dijo, es de los gobiernos de los últimos 15 o 10 años, que regalaron una increíble paradoja: han dejado cada vez más empleados públicos pero, proporcionalmente, se mostraron menos y menos presentes a la hora de resolver los problemas sociales.
A esta altura, alguien debería recordarles a los gobernantes de turno aquella célebre frase de Simón Bolivar: “El sistema de gobierno más perfecto es aquel que produce mayor suma de felicidad posible, mayor suma de seguridad social y mayor suma de estabilidad política.”