Primer acto: cuatro motoqueros encapuchados disparan 14 veces contra la casa del entonces gobernador Antonio Bonfatti, quien se encontraba junto a su esposa.
Segundo acto: el mandatario santafesino desistió de acusar al principal imputado por el ataque a tiros a su vivienda, Emanuel “Pimpi” Sandoval.
Tercer acto: el hombre que tiroteó la casa de Bonfatti fue asesinado mientras cumplía prisión domiciliaria en la propiedad de un juez, cuyo hermano era el abogado… del propio Bonfatti.
El primer hecho sucedió el 11 de octubre de 2013; el segundo, el 18 de noviembre de 2015; el tercero, el 25 de octubre de 2019.
Podría parecer apenas una anécdota, pero no lo es. Porque el inicio del narcotráfico feroz en Rosario comenzó en los días en los cuales Bonfatti era gobernador de Santa Fe.
Es bien cierto que ya había venta de estupefacientes en esa y otras zonas de la provincia, pero no había organizaciones de alto vuelo, y los crímenes eran menos de un tercio de los que hay en la actualidad.
Los datos no dejan mentir: en 2011, cuando asumió Perotti, hubo 58 homicidios. Al año siguiente, habían trepado a 182. Para 2022, el número ya es escalofriante: 281 asesinatos.
El problema, como se dijo, comenzó con Bonfatti, quien negoció con peligrosos narcotraficantes a cambio de dinero para hacer su campaña política. En aquellas tertulias, los narcos le prometieron que, si les daban vía libre para su negocio, controlarían los hechos de violencia y delincuencia.
Bonfatti les creyó, y cometió un grave error. Porque el narcotráfico siempre genera sangre y muerte. Básicamente porque empiezan a aparecer grupos rivales, y resquemores entre unos y otros, y los consiguientes enfrentamientos. Con todo lo que ello conlleva.
Es lo que finalmente sucedió en Rosario: el narcotráfico se atomizó y se formaron infinitos grupos, que disputan territorio entre sí. Provocando muerte y terror a su paso.
La policía provincial jamás se mete en esas cuestiones. No puede en realidad porque fue debidamente cooptada por los narcos de ocasión.
Ante el panorama descripto, los políticos ofician de comentaristas y solo atinan a culparse entre sí. Sin darse cuenta de que, entretanto, los narcotraficantes se matan de risa.
Lo primero que debe hacerse para resolver un problema, es reconocerlo. Luego, buscar los puntos neurálgicos y, finalmente, trabajar sobre ellos. Con enorme paciencia, sobre todo en este tipo de casos.
En lo que refiere a Rosario, el problema ya está bien identificado, también los tópicos neurálgicos. Lo que falta es la voluntad política para avanzar.
Se trata de una mesa de cinco patas, que deben trabajarse de manera coordinada, paralela y concomitante: en primer lugar, hay que remover las cúpulas policiales y hacer una purga masiva. Se trata de una fuerza irrecuperable.
En segundo lugar, hay que poner a funcionar los inhibidores de teléfonos celulares que se encuentran en las cárceles donde operan los narcos. Para evitar que sigan comandando el delito desde sus celdas. Los aparatos ya fueron comprados, solo hay que hacerlos andar.
En tercer lugar, hay que preparar a las fuerzas de seguridad para este tipo de delito, que es completamente diferente a todos los demás, con una complejidad muy particular.
En cuarto lugar, hay que cubrir la enorme cantidad de vacantes de jueces y fiscales federales de Santa Fe y equiparlos con tecnología que les permita combatir el delito desde una óptica aggiornada a los tiempos que corren.
Finalmente, en quinto lugar, hay que seguir la “ruta del dinero”: ¿Dónde invierten los narcos su plata? ¿Cómo lo blanquean? ¿Quiénes son sus testaferros?
En Rosario todos saben cuáles son las firmas que operan para el mundo de los narcotraficantes, principalmente ostentosas financieras del centro de la ciudad. Pero nadie se anima a decirlo.
Lo antedicho no es ningún secreto para los políticos, que conocen el problema mejor que los ciudadanos. Sin embargo, prefieren tirar la pelota para otro lado. Es similar a lo que sucede con la inflación: todos saben que es un problema monetario, generado por el exceso de emisión de dinero, pero es mejor culpar a los empresarios inescrupulosos y los “formadores de precios”.
Volviendo a la cuestión de la droga, sorprende que todos se hayan quedado tildados con las palabras de Aníbal Fernández, “ganaron los narcos”. ¿Cuál es la duda de ello? ¿Quién duda que han sido los vencedores a esta altura?
Lo relevante no es discutir esa oración, equivocada o no, sino tratar de terminar con el poderío de los barones de la droga, de una vez y por todas.
No lo hará el incombustible Aníbal, porque él mismo aparece salpicado en aquel delito, el peor de todos. Porque es el que termina destrozando la cabeza de los más jóvenes. Y los mata en el mediano plazo.
El hoy ministro de Seguridad se apresta a volver a machacar con su idea de despenalizar las drogas duras. Lo hará de un momento a otro. Porque, como se dijo, es su negocio. Y no está dispuesto a tolerar la competencia.
Lo supo, tarde, el malogrado Sebastián Forza, asesinado junto a otros dos jóvenes por haber intentado meter sus narices allí. Se lo dijo a este cronista en mayo de 2008, pocos meses antes de caer abatido a balazos.
Dicho sea de paso, se viralizó en estas horas un viejo video, del año 2015, donde uno de los detenidos por el triple crimen aseguró que Forza había sido asesinado “por hablar con el periodista Christian Sanz”.
Y nunca te olvides: pic.twitter.com/kbGyjtgvf3
— Winston (@Winston_Dunhill) March 2, 2023
Viene a cuento de lo obvio: no hay voluntad política de terminar con el negocio del narcotráfico, porque es el que sostiene a la política. No a toda, pero sí a la gran mayoría. Millones y millones que corren a raudales. Y no tienen fin.
Es la pura verdad. Todo lo demás que se diga, es puro cuento.