No soy lo que se dice un "simpatizante" de Jorge Lanata, ni he tenido jamás una excelente relación con él. Cualquiera que haya leído mis notas sobre su persona podrá percibirlo fácilmente.
Tengo mis razones, como él debe tener las suyas —si es que las tiene—, para que no nos llevemos bien. Sin embargo, no dejo de reconocer a Lanata el mérito por haber denunciado peligrosos hechos de corrupción que otros no se han animado siquiera a mencionar tangencialmente.
He visto en las últimas semanas una serie de comentarios contra su persona que me han provocado enorme asombro, en el marco de su actuación en el espectáculo teatral "La rotativa del Maipo". Sin fundamento alguno, una docena de envidiosos ¿periodistas? han hecho una encarnizada cruzada contra Lanata, con los argumentos más insólitos que he escuchado en mi vida. Juzgando su actuación desde los cánones del trabajo de las vedettes o considerando un demérito la mayor o menor cantidad de entradas vendidas para ver el espectáculo de marras, ¡como si fuera Lanata la única figura que participa de esa obra!. Incluso, se habló de una posible finalización anticipada de su participación, sin siquiera haber consultado a una mísera fuente teatral.
Salvo unos pocos comentarios de buena fe, la mayor parte de las críticas a Lanata destilan un tufillo rancio de envidia por parte de aquellos que hubieran aceptado sin dudar estar en el lugar del director de Crítica de la Argentina. ¿Acaso ellos hubieran hecho un mejor espectáculo? Es obvio que no, ya que ni siquiera logran asomar sus vacuas cabezas de entre tanta vulgaridad periodística.
Es sencillo señalar a otros desde un lugar no calificado, con el dedo censurador del inmortal enano fascista vernáculo. Es una condición argentina como pocas, destructora, devastadora e imbécil.
Muchos de los periodistas que critican hoy a Lanata, no han vacilado en adular espectáculos de bajísima calidad estética y moral, a cambio de oportunos billetes "forzadores de gustos personales". Eso sin mencionar las imperdonables operaciones de prensa que algunos de ellos hacen de manera incesante.
Deberían estos críticos de cabotaje mirarse un poco más a sí mismos y después animarse a hablar de otros. Es un ejercicio que devuelve al ser humano a su condición más básica y suele vacunar contra la soberbia.
Termino estas líneas tal y como las he empezado: no soy lo que se dice un simpatizante de Jorge Lanata. Pero admiro su valentía para subirse a un escenario, no sólo para fustigar sobre la realidad nacional, sino para tolerar la mediocridad más incoherente de sus colegas.
No es poco.