Diego Lagomarsino está confundido, dolido, molesto. Sospecha que lo quieren embocar por la muerte de Alberto Nisman.
Admite que cometió un error: haber prestado su pistola Bersa calibre 22 al otrora fiscal especial del caso AMIA. Si acaso alguien lo desconoce, fue el arma que terminó acabando con su vida.
Ese dato ahora intenta ser utilizado para complicarlo, en el marco del nuevo peritaje de Gendarmería que jura que a Nisman lo asesinaron.
La figura de Lagomarsino, en ese contexto, es crucial, porque es mencionado como aquel que colaboró con los supuestos sicarios al entregarles el arma asesina.
El informático se ríe de la versión, le suena absurda. Sin embargo, empieza a preocuparse porque está seguro de que van contra él. No hay manera de escapar de ese destino.
Sus días transcurren entre la dedicación a sus hijos, su trabajo —cada vez más escaso— y el caso Nisman, que lo involucra indefectiblemente.
Intenta no perder la calma, relajarse, pensar en otras cosas. Lo logra a medias. Sí ha conseguido no alterarse, siquiera frente a las mentiras que dicen sobre su persona.
Lo curioso es que se enoja con cuestiones triviales, por ejemplo un detalle de la fotografía de aquella conferencia de prensa a fines de enero de 2015 en la que dio la cara por primera vez.
Entonces vestía una camisa azul, que se repite en las cientos de notas que se han escrito sobre su persona a lo largo de estos años. Todas ilustradas con esa camisa, que ahora detesta. De hecho, jamás logró usarla de nuevo.
A esta altura, cabe mencionar lo obvio: quien escribe estas líneas ha iniciado un interesante diálogo con Lagomarsino desde hace unas pocas semanas.
Ciertamente, este periodista suele conversar con casi todas las fuentes del caso Nisman, pero el del informático es un caso aparte. Es el centro de todas las miradas, la eventual clave de todos los enigmas. La persona más interesante a la hora de dialogar.
No obstante, Lagomarsino no tiene nada que esconder. Es un tipo que responde todas las preguntas, sin enojarse jamás.
Tiene, incluso, una mirada optimista de la vida. “Lo mío, gracias a Dios, me pasa a mí solo. No es la enfermedad de un hijo. Eso sí es una mierda”, dijo a este cronista en una de sus últimas conversaciones.
No hay odio en sus palabras, solo el intento de saber por qué lo quieren culpar por algo que no hizo.
“Tarde o temprano la verdad se impone”, asegura. Eso lo ayuda a mantener la calma, al menos por ahora.
Toma distancia y, desde la imposible lejanía, mira todo lo que aparece sobre el caso Nisman en los medios, hasta que se agota y apaga su computadora. Entonces busca otros destinos, principalmente salidas con cercanos amigos.
Siempre en la convicción de aquello que dijo alguna vez Ovidio: “La esperanza hace que agite el náufrago sus brazos en medio de las aguas, aún cuando no vea tierra por ningún lado”.